Quizá el Requiem de Mozart, que todos los años para el Día de Difuntos suena en la Catedral, sea el único momento con arte de la muerte. Y a lo mejor también aquel día en que enterraron a Julio Romero de Torres y las calles de Córdoba se llenaron de obreros, con vestimenta laboral, como si se tratara de una manifestación hacia los cielos. Los otros instantes de la muerte son ilustres tumbas de alto rango, arquitecturas ingrávidas, pinturas de cielos y purgatorios imaginados, cementerios municipales bien cuidados o cunetas donde la tierra esconde cadáveres sin dueño. Porque los muertos están con nosotros y su presencia la llenamos de arte implícito, como el de esos viejos cuadros de la cámara junto a los libros de bachiller desde donde nos miran nuestros padres y que con los años adquieren una belleza sublime, casi como la de la eternidad. Puro arte es revivir a tu madre, saborear la carne con tomate de cuando venías de vacaciones y recordar que leías los periódicos que tu padre compraba para su barbería. Tus muertos son tu infancia, a los que no conviertes sólo en arte sino en una costumbre con la que dialogas y que te aligera la vida cuando pesa. Como hacía mi padre en el trayecto que iba desde su barbería hasta el corral, que se paraba en las cantareras y le echaba un trago a su botella de manchego con sifón, que le aligeraba la presión del trabajo. Como la que la otra noche, a pesar del tropezón del Barça con el Rayo, nos ofreció Manuel María López Alejandre en el mejor escenario del vino, Bodegas Campos, donde mi cuñao Rufino hace cincuenta años venía a comprarlo desde Barcelona, y donde el enólogo presentó uno más de sus libros: Las Tabernas del Casco Histórico de Córdoba. En uno de sus patios el vino nos unió a la eternidad, que se nos presentó con la apariencia de Julián Díaz, presidente de la Diputación de los años ochenta, y Carlos Gómez Pereira, médico hematólogo, cordobés de León y padre de la actriz Macarena Gómez. El cielo de estos días de Santos y Difuntos también puede estar ligado a ese futuro de Córdoba que de siempre ha estado unido a la soldadesca, aquella que conocía Córdoba vestida de sorchi por el Muriano y el Museo de Julio Romero, a donde iba a conocer desnuda a la mujer morena, y que ahora se va a digitalizar en el Foro de la Base Logística del Ejército, según expuso como supremo colofón de su mandato el alcalde José María Bellido en el Palacio de Congresos de enfrente de la Mezquita. Sin embargo estos días de cielos y tierra, de gloria y paraísos, lo que ha quedado claro es que el clero, todavía, y casi para toda la eternidad, disfrutará del mejor espacio en la tierra, al menos en Córdoba. El obispo, monseñor Demetrio Fernández, bendijo el otro día con toda solemnidad y tocado de mitra, la cafetería-tienda gourment del Palacio Episcopal, en la que los turistas, antes de disfrutar el arte de la Mezquita podrán comprar vinos Montilla-Moriles, aceite de Aguilar, pan y pasteles de los Hermanos Fernández, ibéricos de Villanueva de Córdoba y quesos de Fuente Obejuna… en el ahora llamado Patio de San Eulogio, el antiguo de carruajes, donde estaba el colegio de aquellas chicas de las que nos enamorábamos en los recreos desde las ventanas del Seminario, que está enfrente. A la Judería, en teoría el territorio de la felicidad y la belleza de Córdoba, se le une ahora, además de la cafetería del Obispado, la tromba de ciudadanos que de aquí al final de año llenarán las mesas de sus bares y cafeterías ya reservadas en este otoño en el que el fin de semana nos ha traído nubes. Desde Manríquez hasta la Puerta de Almodóvar pasando por Deanes, Romero y Almanzor la Judería es ahora un gran bar con reservas donde la espontaneidad de tomar una improvisada copa con un amigo será casi imposible. Por eso me meto en el Patio de los Naranjos y pienso en ese «mundo de eclesiásticos, intermediarios, banqueros, especuladores, pícaros, testaferros, literatos y extorsionadores», el mercantilismo en la Santa Sede en los siglos XV y XVI, que ha descrito el cordobés Antonio José Díaz Rodríguez y por el que le han dado el Premio Nacional de Historia. Casi es mejor que suene el Requiem de Mozart y le pongamos arte a la muerte. Tan cierta como los negocios del Vaticano.