Quizá al finalizar Flora y cerrar sus puertas la posada del Potro alguien tuvo la esperanza de que, como última sorpresa del festival, los vilanos del diente de león de Carolina Estévez (Terabitia) se hubieran marchado volando. Hubiera sido el complemento ideal a una tarde de ese veroño que ha tenido la gentileza de quedarse con nosotros entre flores y calor. Desde que los vilanos, de la mano de Federico Fellini, llevaron la primavera a las imágenes iniciales de ‘Amarcord’ - una de las películas más hermosas del director italiano, llena de humor, de vida, de cierta melancolía y un poco de fantasía, sin renunciar por ello a una irónica crítica -uno, cuando sopla sobre el suave plumaje de esas bolas de semillas, casi escucha flotando junto a ellas las notas del tema musical «dolce e leggero come i ricordi» compuesto por Nino Rota, otro de los magos de las bandas sonoras-.

Esos villanos errantes que, entre los saltos de los niños que aspiran a atraparlos, «vagan y vagan por las calles -dice el narrador en el film- que sobrevuelan el cementerio donde todos reposan en paz (...) y que revolotean y revolotean...» dan en la cinta luz a la primavera como el aleteo de los copos de nieve al invierno, en un bello paralelismo de evocaciones, de amaneceres y ocasos. Soplar los vilanos de un diente de león y coger moras silvestres son, quizá, los recuerdos de infancia más comunes y universales a muchos seres humanos. Y, ambos, componentes indisolubles de esos veranos que, según nos contaba Ray Bradbury en ‘El vino del estío’ (porque con el diente de león se hace vino), algún día nos pareció que iban a durar para siempre.

El gran maestro de la ciencia ficción, el hombre que conmovía el alma a Borges y a Mr. Brundish e Isabel Coixet en ‘La librería’, precisamente con ese ‘Dandelion Wine’ (Dandelion es una vulgarización americana del francés dent-de-lion), decía de esta achicoria amarilla: «Los muchachos (...) recogieron las flores doradas que inundaban el mundo, llevaban el campo a las calles de ladrillos, llamaban suavemente a las ventanas (...) y se movían difundiendo el resplandor y el centelleo del sol fundido. Todos los años -dijo el abuelo- crecen a tontas y a locas; las dejo. Orgullosas como leones en un corral. Míralas y te harán un agujero en la retina. Una flor común, una maleza que nadie ve, sí. Pero para nosotros algo noble, el diente de león».

Y es que estos humildes vilanos son capaces de despertar imágenes de paracaidistas descendiendo sobre los campos de batalla, o de un ballet lleno de tutús blancos. Pero inexorablemente nos traen a la mente todo cuanto sea liviano, todo cuanto pueda desvanecerse, como hace con ellos la brisa o el albor de la mañana con los sueños. Pueden transportar besos, emular a los globos de colores o imitar la explosión de una supernova. Y si, como en este caso, se remedan con crisantemos quizá sirvan de acomodo a algún alma viajera de camino hacia el mes de noviembre. ¿Todo siempre evocación, recreación literaria?. Pues no. Estas pequeñas pompas aterciopeladas encierran también lecciones de Física, creando, mediante el paso del aire a través de sus filamentos, un anillo de vórtice externo, a modo de microremolino de viento, que favorece su sustentación. Una de esas pequeñas maravillas de la Naturaleza.

El diente de león gastronómicamente es un poco más prosaico. Carlos Arguiñano utilizaba sus hojas para construir algunas de sus ensaladas. Y sus flores sirven de base a toda una serie de vinos caseros. Así que, dado que con ocasión de los patios viene siendo frecuente, durante los últimos tiempos, habilitar catas de flores como actividad paralela, cualquier día encontramos estas propuestas en el menú. Desde luego uno puede pensar que las que mima en las macetas estén para comérselas. Pero de eso a llevárselas al plato... Creo que me daría no se qué. Aunque en otras modalidades hay quien no duda en cuidar con esmero plantas que estén para fumárselas. Por cierto ¿podrán comerse los pensamientos? ¿Y las siemprevivas? La lista de paradojas puede ser interminable.

En mi caso, como para otros muchos, los vilanos forman parte de la vida de estudiante en la ciudad universitaria madrileña, colándose por las ventanas del colegio mayor y agolpándose en pequeños ríos de espuma junto a los bordillos de las aceras mientras las tardes de manuales y apuntes se iban alargando hacia los exámenes y el verano. Y, parejo a ellas, el termómetro hacia la zona alta de la escala. Dice Carolina Estévez que el diente de león «es una hermosísima prueba de la fortaleza de lo aparentemente frágil» y Fellini encarnaba en él «la ricca leggerezza dei sogni». En España da título a uno de los poemas del Nobel de Literatura Vicente Aleixandre, hablando de ese amor «que pasa y se queda, que se alza y vuelve. Siempre leve, siempre aquí, siempre allí, siempre. Como el vilano.» Sin duda hemos tenido un entrañable viajero alojado en la Posada del Potro.