Hace ya 21 años, -y parece que fue ayer-, el 20 de septiembre de 1990, publicaba yo en nuestro periódico, en la sección ‘El Domingo de la vida’, un artículo dedicado al otoño, con el mismo título que lleva el de hoy. Comenzaba así: «Ahora que penetra el otoño, que acaba de llegar hace unas horas a los calendarios y a la vida, es un buen momento para el contrapunto sonoro de la reflexión, a solas con nosotros mismos pero sin caer en la tentación de la soledad, o lo que es lo mismo, solos y en silencio pero no solitarios ni aturdidos». Continuaba después, citando a un querido poeta cordobés, Leopoldo de Luis, con quien mantuve poco antes de su ausencia definitiva una cordial correspondencia, recordando su poema ‘Elegía en otoño’ y citando algunos de sus versos más luminosos: «Las hojas del otoño flotan sobre tu brisa/ y caen en el estanque solitario del alma./ Un dolor de ser otros parece que nos pesa/ como unas alas rotas». El otoño siempre vuelve como vuelve la noria de la vida, a pesar de los años y del tiempo pasado. La imagen de las hojas caídas pertenece al otoño, para que también un gran poeta nos dejara este verso: «Caminamos pisando un corazón de hojas... Pisando lentamente una esperanza». Es bello recordar lo que uno escribió hace veinte años, y percibir que las estaciones se repiten y nos invitan a contemplar la naturaleza y a emocionarnos con los mismos sentimientos. Este año, cuando el otoño abría sus puertas, una «pequeña multitud», valga la paradoja, de cordobeses emocionados y agradecidos, aplaudíamos ante la puerta de la Real Iglesia de san Pablo, el féretro con los restos mortales de Luis Bedmar, encaminándose a su última morada. El aplauso, largo, muy largo, parecía tener las notas que este «gran patriarca de la música cordobesa», como le ha llamado en su excelente crónica-obituario, el periodista Luis Miranda, tantas veces fue creando en sus composiciones musicales, en sus marchas procesionales, en sus himnos para hermandades y cofradías, en su disposición cordial y afable para «servir fraternalmente» a todo el mundo, a tantas personas como llamaron a su corazón. En uno de los artículos que escribió tras el fallecimiento, Juan Miguel Moreno Calderón, catedrático del Conservatorio Superior de Música Rafael Orozco, condensó en una frase magistral el perfil exacto, la esencia viva, la nota más bella de la vida de Luis Bedmar: «Fue un hombre esencialmente bueno, generoso y siempre con una sonrisa afectuosa». Junto a su dimensión humana, me gustaría destacar el destello luminoso de su fe, que «alimentaba diariamente» en la asistencia y participación de las eucaristías en el convento de las Hermanitas de la Cruz, dejando también allí, en el órgano de la pequeña iglesia, las más excelsas melodías religiosas. En su dimensión profesional, Luis derramó su «saber y buen hacer», como docente, transmitiendo el espíritu más hondo, más sublime, de la música y sus secretos; como compositor, prodigando obras excelentes en los más diversos géneros musicales; como director, ofreciéndose en todo momento, no solo a las bandas importantes, sino colaborando también con muchas bandas parroquiales y municipales de nuestros pueblos. Luis Bedmar llegó a Córdoba, desde tierras granadinas, y aquí afianzó su vida, su familia y sus afanes y quehaceres profesionales. No puede faltar esta pregunta: ¿Correspondió Córdoba, sobre todo, algunos de sus dirigentes, a esa entrega generosa del querido artista?. Por eso, quizás, el bueno de Luis nos dejó una frase para nuestra reflexión: «He sido muy feliz. A veces, hasta con las contrariedades». Su sencillez, su bondad, su generosidad y su sonrisa abierta a una esperanza infinita, lo testimoniaron cabalmente. Por eso, una «pequeña multitud» de cordobeses le despedimos, en su entierro, con un «aplauso eterno», como «hoja otoñal, llena de sabiduría y de vida».

** Sacerdote y periodista