“Pocas ciencias están tan expuestas socialmente como la arqueología... Asumir que el patrimonio es una relación entre personas y bienes implica una dimensión ética, no sólo técnica. Para reconocer algo como patrimonio se necesita legitimación social y un discurso de identidad no exento de disputa ideológica». Son palabras de A. González Ruibal y X. Ayán Vila en un volumen reciente destinado a sintetizar, desde un punto de vista transversal y actualizado, las mil caras de esta disciplina, su honda implicación social y las muchas vicisitudes -no todas positivas- por las que, después de haber conocido su particular eclosión durante los tiempos de la burbuja inmobiliaria y el ‘pelotazo’, está atravesando. La Arqueología como ciencia, pero también como profesión, ha cambiado de manera sustancial en las últimas décadas, tanto desde el punto de vista epistemológico como puramente instrumental. La mayor parte de los arqueólogos -que no todos- ha pasado del análisis estilístico en sentido estricto a la consideración de los repertorios materiales en su conjunto; del interés prioritario por el objeto, a considerar determinante el contexto de aparición conforme a los principios de la arqueología estratigráfica; de la tafonomía como un fin en sí mismo a la interpretación social, ideológica, ambiental o incluso territorial de los datos obtenidos; de los sucesos a los procesos, entendida la disciplina como ciencia histórica capaz por sí sola de hacer avanzar con pulso firme el conocimiento sobre la Humanidad, una parte de la herencia cultural colectiva trascendente, no estática y de enorme fragilidad, que pertenece a una comunidad determinada y tenemos la obligación ineludible de estudiar, interpretar, conservar, enriquecer, transmitir, divulgar y rentabilizar. También, de compartir, promoviendo y garantizando el acceso universal a ella de la ciudadanía, conforme a un espíritu de democratización o socialización de la misma como factor de cultura, simbólico, de formación en valores y de cohesión identitaria, capaz incluso de transformar la realidad, en el que inciden las Cartas y Convenciones internacionales y que recoge bien la legislación hispana y autonómica (otra cosa es que se cumpla).

Estos aspectos patrimoniales de la arqueología, que deberían tener, pues, como destinataria última a la sociedad, sin cuyo concurso y aceptación no sería posible siquiera su supervivencia, no acaban, sin embargo, de dar con el rumbo adecuado -ni en España, ni en otros países de su entorno; mucho menos, en Córdoba-, por pura obsolescencia normativa, de concepción, finalidad u organizativa, o simple falta de acuerdo en el reparto de competencias, de consenso en cuanto a criterios de intervención y tutela en el seno del colectivo, de sostenibilidad económica y social por deficiencias graves de planificación y rentabilización, de educación -siempre, una labor colectiva, y de compromiso, más allá de determinadas individualidades o iniciativas. Y parece imposible cumplir con los objetivos de investigación, conservación, engrandecimiento, rentabilización y mejora de la calidad de vida (incluida la gestación de empleo), si de entrada no los suscribe y apoya la colectividad en su conjunto. He ahí la paradoja.

Podríamos perdernos en las muchas definiciones de patrimonio publicadas por doquier, pero parece haber acuerdo general en que, por encima de cualquier otro matiz, se trata de una cuestión de valores. Si una sociedad no concede importancia a su herencia común, a su memoria como grupo, la está condenando al olvido, a la ruina y la desaparición. Y ese patrimonio, entendido en sentido amplio, puede adoptar formas o responder a casuísticas muy variadas. Basta pensar en el templo de Debod, parte hoy del tejido patrimonial de Madrid a pesar de su origen egipcio. El problema es que esos valores cambian con el tiempo, y lo que hoy vale, mañana puede ser una aberración.

Córdoba capital mantiene una relación tormentosa con su acervo arqueológico, dilapidado desde hace décadas. Parece que aquí con excavar queda todo resuelto, pero en realidad no es así. Córdoba «no es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie de un mundo moderno», que decía Curzio Malaparte en «La piel» hablando de su adorada Nápoles. La excavación debe siempre ser el final, nunca el principio; y desde luego de poco sirve si no va acompañada de la correspondiente exégesis. En un yacimiento urbano de la entidad y la trascendencia de Córdoba la arqueología sólo puede ser entendida en el marco de un proyecto global que garantice todas las fases del proceso: documentación, excavación, conservación, puesta en valor, difusión y, por qué no, también rentabilización. Justo lo que no hacemos. De ahí mi permanente reivindicación: es perentorio un giro drástico en la política arqueológica cordobesa, que busque consensos, optimice esfuerzos, y aborde nuestro patrimonio como una herencia del pasado que es a la vez recurso de futuro.

* Catedrático de Arqueología de la UCO