En las vísperas de esta tragedia alguien me hizo la pregunta que sigue siendo motivo de curiosidad: ¿Dónde estabas tú el 11/9? La respuesta en mi caso no sé si puede servirle a alguien en este momento, pero por si acaso. Esa mañana yo estaba haciendo footing por el campus de la Universidad de Indiana, extrañado de que no veía el trajín de estudiantes acercándose a las clases desde los dormitorios. Al llegar a mi apartamento el teléfono sonaba y, al descolgarlo, me rompió los tímpanos una colega que me gritaba: «¿Dónde estás, Dios mío, dónde estás?» En el mismo tono histérico me pedía que pusiera la televisión y, al hacerlo, el segundo avión terrorista se estrellaba contra la segunda torre del World Trade Center en N.Y. Impactante y terrible. A la mañana siguiente esta colega se presentó en mi domicilio y pegó en la luna trasera de mi coche una calcamonía con la famosa foto de los marines izando la bandera de su país en el monte Iwo Jima en la II GM. Extraña reacción. La verdad es que estaba trastornada, todo el país lo estaba. Acto seguido se aprobó en el Congreso la USA Patriotic Act, por la que todas las comunicaciones quedaron intervenidas y establecidos otros mecanismos de vigilancia y seguridad contra el terrorismo en todo el mundo. Cuando a las pocas semanas se inició el bombardeo de Afganistán en represalia, me encontraba en N.Y. en la casa de una amiga que vivía a menos de un kilómetro del Ground Zero y por cuyas ventanas abiertas aquel día de septiembre entró la nube de polvo y detritus del derrumbe. Aún no había limpiado el piso y los restos se posaban en muebles y suelos. Estaba trastornada también y decía que se dejaría violar por Bin Laden para tenerlo cerca y poder clavarle un puñal en el corazón. Tras ser testigo del amasijo de hierros y la montaña de escombros todavía humeantes, dejé aquellos paisajes de desolación y dolor y aproveché para ir a Washington donde me esperaba una vieja amiga que en su juventud había vivido varios meses en Córdoba, años ha. Ella trabajaba en el Pentágono y allí estaba cuando el tercer avión se estrelló en la fachada occidental. Se salvó de milagro y se sentía emocionada y heroica por haber podido ayudar al desalojo del personal de su departamento. Me invitó con su marido, alto funcionario del Banco Mundial, a un restaurante sobre el río Potomac. Sorprendido yo por la ausencia de comensales, cuando tenía entendido que había que hacer reservas con varios meses de antelación, me explicaron el estado de terror que vivía la población, y el marido añadió: «Nos hemos dado cuenta que somos vulnerables». Se cumplen ahora 20 años y se ha abandonado Afganistán a la fuerza. El Imperio se resquebraja. He envejecido. La Ley Patriótica sigue en vigor.

* Comentarista político