En cierta ocasión que viaje a Praga y como no podía ser de otra manera me planté en el puente de Carlos- Con lo primero que me tope, antes de comenzar ese recorrido gótico sobre el Moldava donde el predominio y el triunfo de la fe te espera en forma de arquitectura y esculturas, fue con un anciano que podría frisar los ochenta años, sentado en un escueto taburete de madera vieja y carcomida, con un traje que había perdido la batalla contra la polilla y que sobre su enjuta clavícula y barbilla sin afeitar se asentaba un viejo violín sobre el que Paganini se desplegaba como una primavera de notas musicales. Nunca imaginé que no fuera aquel famoso puente y sus torre y castillo circundante lo primero que iba a envolver a mi alma de belleza y sentimiento piadoso. Se trataba de un caballero cuyo virtuosismo al violín nos pedía unas monedas para probablemente y a juzgar por su aspecto, subsistir. O dicho de otra manera y más acorde con las ordenanzas municipales, un músico callejero.

En Córdoba tenemos algunos que se despliegan por las calles más emblemáticas del centro de la ciudad. Tal vez sin ellos saberlo son esa bienvenida viva y con arte que todos esperamos cuando viajamos a otros lugares y que nos hace sentir acogidos. Aunque también se convierten en habituales para los que transitamos por las principales calles cordobesas, no dejan de ofrecernos ese halo de emociones y sentimientos que la música tiene para los que quieren oír. Los tenemos casi para todos los gustos y todos los ánimos. Desde una señora con una piano electrónico cuyos acordes melancólicos empapados de tristeza y amores rotos y perdidos, hasta unos cuantos jóvenes con temas rock de los 60, 70 y estilo grunge, e incluso blues, bluegrass, folk, rock &roll y temas irlandeses. Nadie puede negar que la música en las calles es una forma de darnos la bienvenida a la cotidianeidad, a la vida, a la ciudad. Y todo por unas monedas. Aunque además debiéramos cuidar a nuestros músicos callejeros.

* Mediador y coach