Me encantan los aviones y los aeropuertos. Me gustan las estaciones de tren y los trenes. Todos los trenes. No necesito que sea el Transiberiano ni el Orient-Express, aunque el verano pasado disfrutara tanto con la lectura de Orient-Express: El tren de Europa, el estupendo ensayo de Mauricio Wiesenthal sobre ese mapa abierto en la historia y los hombres, con actrices y espías legendarias, asesinos y escritores, generales, reyes y poetas cruzando el mapa de Europa a bordo de ese tren. No, me gustan todos. Me gusta el movimiento, ese milagro que es levantarte en un país y anochecer en otro. Hasta la comida de los aviones me gusta, siempre que en el lugar de destino, por ejemplo París, uno pueda ir luego a La Closerie Des Lilas o Le Train Blue a superar el trance, poco después del dry martini en Harry’s Bar. En fin, que me gusta sentir. En París y en mi barrio. Y me gusta viajar, que es una promesa del abrazo.

Sé que las estaciones de tren son escenarios de felicidad, y quien se queja de los aeropuertos no sabe la alegría -y la tristeza- que puede regalarte un aeropuerto. La sala de llegadas. Cuántas novelas soterradas tenemos ahí, cuántos personajes, cuántos dramas en marcha de pasión y ternura, de pérdida y tormento, pero también de nuevas redenciones que van aligerando el pesado equipaje de una vida. Hay que volar. Me lo tengo dicho, aunque últimamente la niebla del covid nos ha sumido a todos en un triste estatismo, en una lentitud con los mapas pendientes. Me gusta viajar y no escribir siempre el mismo artículo, que es una manera de quedarte en casa sin tener nada nuevo que decir, con tu incendio apagado. Arriésgate a decir, arriésgate a opinar. Haz algo. Escribe un paso al frente: eso es viajar. Es lo que se hace en los aviones y en los aeropuertos. Sales al encuentro de ti mismo, de una verdad interior. Movernos es sentir que otro mundo se ofrece al otro lado, para hacer que el regreso sea brillante. Antes de rendirse hay que volar.

* Escritor