Sin ser médicos ni inmunólogos, a un cierto sector de los españoles les sobra aún sentido común -ése que ha pasado a ser últimamente el menos común de los sentidos- para seguir usando la mascarilla a pesar de las consignas oficiales, conscientes de que lo correcto por el momento es llevarla puesta siempre y sólo prescindir de ella cuando se tenga la seguridad de que cabe hacerlo porque se cumplen las normas básicas de seguridad; es decir, justo lo contrario de lo recomendado. Hace un año nuestros gobernantes gritaron ya a los cuatro vientos que habíamos vencido al virus y que tocaba echarse a la calle, disfrutar del verano, vivir y gozar de la existencia porque éramos mejores y más fuertes. No caeré en la tentación de recordar lo que vino después, por más que los cuarenta mil muertos más de la pandemia acumulados desde entonces querrían que los tuviéramos bien presentes; y que al coste humano se sumaron muchos millones de euros en gasto sanitario, legiones de gente apaleada por un virus que les dejará secuelas para siempre, y una economía en los huesos que parece respirar sólo para el ocio y el turismo, como si en este país no cupieran otras alternativas económicas.

Hace un año y cuatro meses las proclamas institucionales defendían que el covid no tendría gran incidencia en España y las mascarillas no eran en absoluto necesarias. Siempre me he preguntado si con habernos dicho la verdad para que nos hubiéramos protegido con una bufanda, un fular, una simple mascarilla casera o incluso la mano, se habrían podido salvar vidas, pero me temo que la respuesta no le interesa a nadie; o, por lo menos, no a quienes cometieron tamaña irresponsabilidad. Son sólo dos de los mil desaciertos que hemos padecido este año y pico de locos, sometidos a continuos vaivenes políticos, a consignas inmediatamente corregidas o contradichas, a bandazos de la más diversa índole, y a un progresivo aborregamiento general que clama al cielo y a la tierra. Y como éramos pocos, henos aquí ahora ante una nueva ola de euforia oficialista, que para camuflar decisiones de una gravedad sin precedentes en la historia reciente española ha decidido regalar a la masa con algunas chuches para que mientras chupetea un caramelo o se da un atracón de azúcar no se acuerde de pensar y se limite a hacer lo que se le dice. Hablo del decreto que pone fin de forma prematura al uso obligatorio de la mascarilla en espacios al aire libre, salvo en ciertos supuestos que mucha gente no cumplía ya, a ojos vistas, desde hacía muchas semanas. Se deriva así una vez más el hacer las cosas bien exclusivamente a la responsabilidad individual, cuando una parte también sustancial de la sociedad española ha demostrado de sobra que carece por completo de ella; y a las pruebas me remito. Tal decisión se ha tomado, por otro lado, cuando en ciertas Comunidades autónomas los datos son cualquier cosa menos optimistas -la provincia de Córdoba encabeza todos los ránkings de incidencia-; hay brotes masivos entre los jóvenes tras las juergas de final de curso, y las nuevas subvariantes de las variantes más peligrosas están haciendo estragos entre la población y han obligado a países como Israel o Reino Unido a replantear su desescalada ante la incertidumbre de lo que posiblemente esté por venir. Por enésima nos negamos a ver lo que ocurre a nuestro alrededor como si no fuera a afectarnos, cuando está bien demostrado que, ante el escaso control en las fronteras, más pronto que tarde esos mismos procesos acaban recalando entre nosotros y yéndose de madre. Basta, de hecho, con escuchar en boca de ciertos responsables políticos o sanitarios que algo no va a ocurrir, para que tengamos la certeza de que ocurrirá (y agravado). Terrible…

Estas medidas se han tomado en contra del parecer de muchos médicos y epidemiólogos, de varias comunidades autónomas y de los más importantes organismos encargados de los temas pandémicos, cuando quedan aún millones de sexagenarios por recibir la segunda dosis de la dichosa AstraZeneca. No se comprenden, pues, bajo ningún punto de vista, si no es en clave política, y en el mejor de los casos económica. Según muchos de esos mismos especialistas, a nada que se tuerzan un poco las cosas, haber obrado de manera tan precipitada volverá a provocar cientos, si es que no miles de muertes, un incremento desorbitado del gasto sanitario y un sufrimiento terrible para mucha gente, afectados y sus familias que pueden ver sus vidas truncadas para siempre por los errores homicidas de unos cuantos imprudentes. Pues bien, si eso llegara a pasar, ¿darán un paso adelante quienes ahora se ufanan de tanta permisividad, y se harán cargo de tales desafueros, asumiendo pública y penalmente las consecuencias de sus decisiones? No parece probable, desde luego, visto lo ocurrido hasta ahora. Sean prudentes, por favor; ignoren el bombardeo oficial de órdenes y contraórdenes, y protéjanse y protejan a los demás, que esto no ha terminado.

*Catedrático de Arqueología de la UCO