El carrying, la escultura social que Pepe Espaliú hizo del palanquín, un medio de transporte utilizado en el siglo XVIII, está en mitad de su centro de arte desde cuyas paredes mira Julio Anguita sorteando la presencia de las autoridades de casi todos los credos. La calle Rey Heredia, una estrechez llena de historia y belleza, ha juntado estos días, hasta mediados de junio, a estos dos personajes universales de una Córdoba a veces cateta, donde uno -el artista- ha invitado a su casa, el Centro de Arte Pepe Espaliú, a Julio Anguita, que murió hace un año y que ahora su ciudad, aunque naciera en Fuengirola, le está recordando en su mes, mayo, con los honores de los hijos predilectos, aunque sean adoptivos. Julio Anguita, que sabía posar hasta cuando jugaba al dominó y darte el titular periodístico adecuado en cualquiera de sus entrevistas, para nada aburridas y sí llenas de pensamiento y contenido, llena las paredes del Centro Espaliú con su mirada repleta de historia.

Del Paseo del Prado a Rey Heredia

En teoría, el retorno a aquella capital que un día fue el centro del mundo, cuando Abderramán III construyó Medina Azahara y el nuevo alminar de 40 metros de la Mezquita, y que la Unesco lo ha reconocido con sus títulos de Patrimonio de la Humanidad. Con Anguita, en 1979, la ciudad volvió al esplendor de los califas, calificativo con el cual el alcalde comunista de Córdoba paseó por periódicos, revistas y televisiones de medio mundo, se reafirmó en sus ideas incluso delante de obispos, lo que la ciudad de aquel tiempo no vio mal y lo premió con una mayoría absoluta en las elecciones de 1983.

Además de la calle Rey Heredia, de Córdoba, el Paseo del Prado, de Madrid, une a estos cordobeses que han paseado el mundo. Pepe Espaliú me recordaba en su piso de Chueca aquellos primeros días de diciembre de 1992 cómo le enorgullecía que la gente aplaudiera y gritase en el Paseo del Prado al paso de un carrying en aquel tiempo en el que el sida, enfermedad de la que estaba afectado, era mortal. «A ver si esto sirve para que esta conciencia colectiva vuelve a renacer», me dijo este artista cordobés cuyo arte le venía de «esa tradición de orfebres cordobeses». La tradición de Julio Anguita no era de artistas sino más bien de militares, pero cogió desde la niñez la costumbre más cordobesa de los veranos: pasar el calor en Fuengirola, donde nació. Y en un momento de su vida, vivir en Madrid, la capital de España, donde en febrero de 1988 conquistó el máximo cargo de los comunistas españoles, el de secretario general. Aquella noche no se me olvidará: en el Paseo del Prado, donde Pepe Espaliú se enorgullecería años después de que la gente aplaudiese un carrying, Julio Anguita me concedió, como periodista del Diario CÓRDOBA, su primera entrevista a nivel nacional como secretario general del PCE. Años antes, el alcalde del califato rojo, que había dejado la sede de Pedro López y se había venido a lo que luego se convirtió en Bulevar Gran Capitán, estaba tomando una copa conmigo a esa hora clave de las tareas informativas en la taberna Guzmán, a espaldas del Gran Teatro, donde se levantaría después el restaurante El Blasón. Conocedor, como pocos, de poses, estilos y frases que habrían de servir, al día siguiente, a los periodistas para lucirse, se llevó las manos a la frente, en posición reflexiva: «Me da miedo, Manolo, lo que se me avecina». No supe qué responderle porque no sabía a lo que se refería. «Óyelo bien. Esto es la locura. Voy a sacar mayoría absoluta aplastante». A las 21.40 del domingo 8 de mayo de 1983, Julio Anguita descorchó la primera botella del champán de la victoria, según dice la foto de Francisco González en esta exposición del Centro Espaliú comisariada por Ricardo González Mestre. Las votaciones de ese día compusieron una Corporación municipal de 17 concejales comunistas, 6 de Alianza Popular y 4 del PSOE. Aquella noche en el Paseo del Prado le pregunté a Julio Anguita tras ser elegido secretario general del PCE si se sentiría solo en la inmensidad de Madrid. «No -me dijo-, yo soy una persona que nunca se aburre. Lo que yo pretendo en Madrid es, al menos, que se me permita hacer lo que hacía en Córdoba y Sevilla: pasear en mi tiempo libre. El hombre que no pasea, no piensa, no vive». Fue lo que hicimos aquella noche por el Paseo del Prado.