En 1999 se abrió en Córdoba un centro de acogida residencial para menores extranjeros no acompañados, que bautizamos como Despertares, quizás por lo que suponía de vuelta a la vida, como la película homónima de Robin Williams --estrenada unos años antes-- nos había mostrado. Durante los cinco años que ejercí la dirección de aquél recurso residencial para ocho plazas, pude conocer a muchos chicos, la mayoría adolescentes y de Marruecos, que había que matricular en institutos en cualquier época del curso, reforzarles las clases de español, buscarles actividades de integración, documentarlos, procurar su desarrollo con talleres en habilidades de todo tipo, educarlos en respeto, conseguir su equilibrio emocional, acompañar su crecimiento y su madurez, ser su confidente y su amigo, y proporcionarles lo indispensable para la subsistencia en lo que era entonces su única familia. En definitiva, prepararlos para que, al alcanzar la mayoría de edad, pudieran continuar su camino, superando el desarraigo y compensando todas las carencias, sin dejar de ser ellos mismos.

Said, Ahmed, Youness, Nourdine, Tariq, Mohamed y tantos otros nombres tienen historias de drama y superación que son parte de mi trayectoria personal. Historias personales muy duras en cada uno de ellos. Llevaban tiempo viviendo solos en la calle, de familias muy numerosas y pobres que no podían mantenerlos. Estaban ayunos de pan, pero también de cariño y de oportunidades. Se habían buscado la vida de mil maneras: en venta ambulante, de camareros ocasionales, limpiando zapatos en las aceras, recogiendo chatarra, descargando mercancía en muelles y lonjas, algunos de ellos incluso habían recurrido a la prostitución o al consumo de tóxicos. Casi todos se habían jugado la vida para pasar la frontera y llegar a nuestros barrios, en los ejes de un camión, de polizones en un mercante, dentro de un contenedor, o en cutre cayuco desvencijado. Por encima de todo, niños y jóvenes totalmente vulnerables, vidas maltrechas a punto de romperse que pedían a gritos una oportunidad.

Los medios materiales que disponíamos eran muy escasos. El concierto que pagaba la Administración apenas llegaba para cubrir el salario mínimo de los trabajadores que la ratio exige: 4 monitores que los acompañan en turnos todas las horas y días del año, 1 coordinador y 1 psicólogo a jornada parcial. Teníamos que tirar de los bancos de alimentos y de cuotas particulares de socios de Córdoba Acoge para atender otros gastos de manutención. También nos ayudaban entidades como el Club Figueroa, que permitía el baño durante el verano, o la Fundación de Córdoba CF que los integraba a través del deporte en equipos mixtos, y muchos particulares que nos llevaban enseres, mantas o muebles de segunda mano.

Aquellos chicos marroquíes, con el tiempo fueron encontrando trabajos en empresas de jardinería, de repartidores o reponedores en grandes cadenas, en la construcción o en la hostelería, y muchos también se marcharon a otros lugares de más prosperidad. Pudieron rehacer sus vidas, encontrar sus parejas para formar un hogar, y ayudar a sus familias de origen. Tenían derecho y tuvieron el coraje de afrontar la situación para superar la adversidad. Hoy vuelvo a ver, en las imágenes televisadas, sus mismos rostros suplicantes, de incertidumbre y miedo, de expectación y esperanza, a la vez que sigo viendo la misma prevención de quienes anteponen el color o el sello del pasaporte, y el dinero en la cuenta, a la dignidad propia de cada ser humano. Como decía Martin Luther King, hemos aprendido a volar como las aves, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos.

* Abogado y mediador