Por puro azar, la celebración en Madrid de la Feria Internacional del Turismo (Fitur), donde Córdoba intentó enseñar lo mejor de sí misma, ha coincidido con dos acontecimientos culturales relacionados con lo nuestro que tienen también por escenario la capital de España. Por un lado, el Museo de Arte Contemporáneo acoge desde el pasado día 20 de mayo, y lo hará durante todo un año, la exposición Rafael Botí en Madrid, que ofrece una selección de obras del gran pintor cordobés que da nombre a la fundación dedicada desde la plaza Judá Leví a promover las artes plásticas de lenguaje más novedoso. Por otro, Blanca del Rey, una de las mejores bailaoras que en el mundo han sido, criada en la calle de la Plata e iniciada al baile siendo niña en el tablao del Zoco, ha reabierto El Corral de la Morería, su legendario templo del flamenco, tras 14 meses cerrado por el covid. Dos excelentes noticias, por lo que entrañan en sí como síntoma, entre otros, de que la dinamización cultural de este país se pone en marcha tras el larguísimo parón impuesto por la pandemia, y porque muestran una vez más el talento que Córdoba exporta y el reconocimiento que a este se le rinde.

Retirada de sus soleares del mantón y otras exquisiteces danzantes por la edad -que no le ha quitado hermosura ni lucidez, como demostró en la última visita a la ciudad de sus orígenes, invitada por la Fundación pro Real Academia para ser entrevistada en el ciclo Conversaciones en directo-, Blanca, viuda de Manuel del Rey desde 2006, sigue regentando junto a sus dos hijos el tablao que aquel fundó en mayo de 1956, el más famoso de Madrid, que es como decir de toda España. Porque aunque sea mentira chusca el atribuir a los Madriles la invención del flamenco, como hizo recientemente una política madrileña de segunda fila, sí es verdad que por el Corral de la Morería ha pasado en estos 65 años lo mejor de lo mejor que ha dado el género. Como para aplaudirlo ha pasado lo mejor de lo mejor del ‘gotha’ internacional, desde reyes y aristócratas a estrellas de Hollywood que, acostumbradas a vivir en escenarios falsos, se quedan fascinadas ante el tirón de lo auténtico.

En cuanto a la vigencia de Botí un cuarto de siglo después de su fallecimiento, en un universo de tantos intereses creados como el del arte contemporáneo, da idea de la valía de aquel artista -por partida doble, como músico de la Orquesta Nacional y como pintor- que trasladaba a sus lienzos cantarines la serenidad y armonía del hombre bueno que fue por encima de todo. No soy crítica de arte, así que Dios me libre de enjuiciar su obra -que dicho sea de paso encanta a todo el que la contempla, entendido o no, por su belleza alegre y su candidez-, pero lo cierto es que los museos siguen llenando sus paredes con paisajes de Córdoba y otros sitios por donde transcurrió el largo devenir de quien estuvo pintando hasta su muerte a los 95 años. En esta continua actualidad ha tenido mucho que ver la tenacidad de su único hijo, Rafael Botí Torres, mecenas de las artes, no solo las familiares -en agradecimiento, la Asociación Española de Pintores y Escultores le otorgó su Medalla de Honor-, y aún dinamizador cultural cumplidos los 90 años. Empeñado en dar eco a la obra del padre, que nunca supo venderse a sí mismo, fue localizando y adquiriendo toda su creación y colocándola en sitios donde perdure. A falta de herederos, ya se ha perdido la cuenta de las donaciones que ha hecho a esta ciudad, y más que vendrán. De momento, ha conseguido que el nombre de Córdoba suene más allá del escaparate de Fitur, sin coste alguno para el erario público.