Aquella noche, madrugada ya, lejana, ¡muy lejana!, él y yo cómplices de años, historias y proyectos, aguardábamos, en silencios, rotos en dolor, miradas y suspiros, el autobús que nos separaría para siempre. Era negra noche de truenos cabalgando en mil rayos por el cielo. En un tris, la hora de partida. Una plaza. Solo una en aquel insólito autobús. Sube él. Un ardiente beso como despedida y un adiós sin palabras que apaga, en un tris, el universo de sueños de un abrazo sostenido en tantos años... Muchos años. A pie de tablas, sola, acariciaba en vilo y en nostálgica sonrisa, la cálida huella de aquel beso, mientras caía definitivamente el telón. El autobús se alejaba y la lluvia persistía. Ella, estática, mientras el paraguas chorreaba y la soledad de aquella estación era como un vaho frío que la helaba, como estatua, tocada por la magia de un hada buena, despertaba como a un grito del universo: la vida también persistía.

Y fue un treinta de abril de hace ya treinta y un años, cuando la primavera verdeaba horizontes, cuando pájaros emigrantes incubaban ya en sus viejos nidos, cuando los días se alargaban en horas de paseos, en horas de amores, cuando a solas con mis hijos adolescentes en nuestra casa, en la que un sillón parecía demandar calor, cuando en silencio lloraba aquella inmensa orfandad, mi hijo, de prematura juventud, adivinando mis ocultos pensamientos, cogiéndome una mano, exclamó: ¡Nunca, nunca vas a estar sola, mamá! Y coreando mis hijas repitieron: ¡Claro que no! ¡Treinta y un años, muchos años! Pero como un conjuro, las palabras de mis hijos, puedo decirlo hoy, han sido, son realidad. Nunca podré olvidar aquel treinta de abril, pero doy gracias a Dios, porque renació la vida, renacieron ilusiones, momentos de felicidad, cánticos de alegría; también días, grises, negros, pero ellos mis hijos, hijos de un hombre bueno que se nos fue en madrugada de primavera, sin palabras, con hechos, me siguen repitiendo: nunca estarás sola, mamá.

* Maestra y escritora