Sin valentía, ni riesgo, ninguno de esos clásicos habría sido escrito. Si el miedo, tal y como se vende (y compra) hoy, fuese tan beneficioso y necesario, ninguno de esos hambrientos escritores del pasado habría dispuesto sus precarias horas para llenar una página de un humanismo sin destinatario, sin sentido. ¿De qué iban a escribir en un mundo monopolizado por la política, novelado baratamente por los medios, tiranizado por la profilaxis paranoide? En este mundo de personalidades enfermas, quebradizas, pasivas hasta el punto de repudiar (¡por su bien!) a sus propios familiares, en este mundo de comedor y dormitorio burocratizados, de «por si» de «no vaya a ser que», paralizado, arruinado económica y espiritualmente, ¡de qué iban a escribir los grandes! Mirad sus libros. Allí se retrata la vida tal y como es, con sus imperfectos policías corruptos, políticos asesinos, científicos locos, con sus buenas (y no tanto) enfermeras, y sus escritores chapuceros, envidiosos, podridos.

Porque esa idealización, esa película donde todos y todas valen igual, donde lo bueno y justo es tragarlo todo como necesario y bonito es, precisamente, la mayor aberración planteada en la historia de una humanidad analfabeta de humanismo, una masa utilitaria, muda y encogida por el miedo, apostada frente al santificado plasma esperando su dosis, su vacuna, la suya. Esto es muy válido como argumento de ciencia ficción, que duda cabe. El problema es que la película ha substituido a la realidad. Los personajes viven atados a un caprichoso guión de humor negro (el gracioso guionista no para de subir en bolsa). La película de la vida ya no es vida, ya no divierte. Es ahora cuando más interés deberían despertar las historias con situaciones y personalidades verosímiles. Historias donde tienen lugar besos, abrazos, puñaladas y contagios y muertes, como ingredientes naturales de la vida y, por tanto, de un buen libro: el mejor antídoto, dicho sea de paso, contra el miedo y la ignorancia.

* Escritor