Un día como hoy, 25 de abril, hace veinticinco años, nos levantamos con la desgarradora noticia de la muerte del pianista Rafael Orozco, acaecida esa madrugada. Apenas un momento después de conocer el fatal desenlace, me llamaron del CÓRDOBA para que preparase un obituario tan extenso como considerara oportuno. El periódico quería tratar el acontecimiento con la dimensión que merecía y ello no solo se sustanciaba con ese obituario que se me encargaba, sino en la recogida de declaraciones a numerosos representantes de la sociedad cordobesa y un emotivo editorial que llevaría por título ‘El piano callado de Rafael Orozco’. Gracias, Antonio Ramos Espejo.

Así que, enfrascado desde aquellas primeras horas de la mañana en la redacción del artículo, casi no pude dejar paso al desánimo y la tristeza, a pesar de lo mucho que aquello significaba para mí a nivel personal. Al contrario, debía ponerme manos a la obra y rememorar la vida y el legado de este artista universal, desaparecido a los cincuenta años de edad y en plena madurez como intérprete. Me vino a la cabeza entonces mi primera imagen de él. Era diciembre de 1974, en el auditorio del Conservatorio. Recuerdo que tan pronto lo vi salir al escenario, supe que algo importante iba a pasar. Irradiaba temperamento, vigor y fuerza. Y, en efecto, sus interpretaciones de Beethoven y Chopin me impactaron profundamente, como a todo el público que llenaba la sala, y que no dejó de aclamarle hasta arrancarle dos bises apoteósicos. A pesar de ser entonces un niño, o quizás por ello, aquella imagen del pianista vibrante y fogoso que era Orozco, quedaría marcada en mi memoria, permaneciendo viva hasta hoy.

Desde aquel primer concierto suyo al que asistí, mi interés por conocer su vida y trayectoria como concertista no dejó de crecer. En mi casa escuchaba sus primeros discos de Chopin, Liszt y Rachmaninov, y poco a poco fui sabiendo cómo había llegado a ser un gran pianista, conocido en todo el mundo. Los pilares fundamentales los había colocado su formación con la inolvidable Carmen Flores, su tía y maestra de varias generaciones de pianistas cordobeses. Más tarde, ya en Madrid, el magisterio de José Cubiles y la enorme influencia de Alexis Weissenberg (que por entonces vivía allí). Los premios obtenidos en concursos internacionales de España e Italia, cuando ni siquiera había cumplido los veinte años de edad. Y, cómo no, el verdadero trampolín a la extraordinaria carrera internacional que desarrollaría después: su victoria en el muy codiciado concurso de Leeds (Reino Unido), en 1966.

De repente, aquel joven simpático y vitalista, al decir de quienes lo conocieron en aquella época, entraba a formar parte de la élite del concertismo internacional. Karajan se interesó por él y, sobre todo, Giulini impulsó decisivamente aquella incipiente carrera internacional a finales de los sesenta, dirigiéndole en numerosas ocasiones en Europa y América. Desde Londres, adonde trasladó su residencia tras el triunfo en Leeds, viajó por todo el mundo para actuar con las principales orquestas, junto a los más eminentes directores y en los más prestigiosos festivales. En paralelo, grabó numerosos discos con EMI y Philips. Casi mediados los setenta se trasladó a París y luego, tras siete años en la capital gala, a Roma, donde viviría hasta su muerte. En todas estas ciudades vivió cómodamente y codeándose con lo más granado del ambiente cultural de las mismas.

En España, su presencia fue habitual a lo largo de toda su carrera, como lo fue la música de Albéniz y Falla, que paseó con garbo por los cinco continentes. Aunque siempre junto a los otros nombres capitales del repertorio universal, desde Bach a Prokofiev. Memorables fueron sus interpretaciones de las más complejas obras del pianismo, como la ‘Hammerklavier’ beethoveniana, la ‘Sonata en si menor’ de Liszt, el ‘Concierto nº 3’ de Rachmaninov, el segundo de los de Prokofiev o la ‘Iberia’ albeniciana. En general, sobresalió con sus electrizantes versiones de los compositores románticos y con ese estilo fogoso y apasionado que le hacía darlo todo en cada concierto. Así lo recordamos quienes tuvimos la fortuna de escucharlo en vivo y así ha quedado para la posteridad en sus espléndidas grabaciones discográficas, las últimas con el sello francés Auvidis Valois.

Hoy, veinticinco años después de su muerte, sigue latente el profundo pesar por la pérdida del artista, con tantas cosas por decir todavía, y del ser humano entrañable y carismático que fue. Simpático, generoso, apasionado, a Rafael había que quererlo. No solo admirarlo. Por eso, creo que en Córdoba hicimos bien las cosas (sin olvidar a Priego, gracias a Antonio López Serrano). En vida, disfrutó de la concesión de la medalla de oro de la ciudad en 1986 y de un emotivo homenaje en 1990 (hechos ambos auspiciados por Herminio Trigo, justo es recordarlo). Y tras su muerte, obtuvo el reconocimiento del Conservatorio al añadir el nombre de Rafael Orozco a su tradicional denominación; de la Orquesta de Córdoba, al dedicarle el primer concierto de la temporada 1996-97, con el estreno de una obra de Leo Brouwer (’Lamento por Rafael Orozco’) y, ya en 2002, gracias a Angelina Costa (a la sazón, responsable municipal de cultura), con la creación del Festival de Piano ‘Rafael Orozco’, del cual me honro en ser su director artístico desde entonces y por el que han pasado ya pianistas de más de treinta países. Precisamente, creo que este es el camino para seguir reivindicando desde Córdoba la enorme importancia que ha tenido Rafael Orozco en la historia del pianismo, siendo además el mejor homenaje que podemos brindarle.

** Catedrático, biógrafo del artista y director artístico del Festival de Piano ‘Rafael Orozco’