Ya va la segunda pre Semana Santa que nos encontramos en esta atmósfera antes desconocida de la pandemia. Esa alopecia de trasiego de personas que sufre la ciudad mezclado con el olor a incienso que se desliza tímido por algunas esquinas. La otra noche al paso por la plaza de El Cristo de los Faroles, algún movimiento de hermanos cofrades con esa ademan casi clandestino con el que todos nos movemos desde el advenimiento de esta pandemia. En los templos se puede adivinar a ciertas horas del atardecer esa circunspección de los conventos de clausura. Parece que la Semana de Pasión preña los altares de esa espiritualidad que antes de esta nueva normalidad paría para calles y plazas cordobesas. Este año ya se sabe que no habrá Semana Santa de pasos y nazarenos en carrera oficial. Son las contingencias de esa parte material que tiene esta vida que cuando inciden de manera social y general hacen que nuestras costumbres cambien o muten, aunque solo sea temporalmente. Pero es aquí donde eso que como decíamos preña los templos y el alma de muchos se revela como la esencia que no está sujeta a nada material, circunstancial o coyuntural. Esa espiritualidad si cabe se inflama de una manera especial y se prepara para la única estación de penitencia posible para la fe razonada: la caridad. Esta ha permanecido inmutable como ese mármol del escultor y siempre virgen para las manos del artista. Y esta pandemia y sus efectos sociales, familiares y personales nos impele descaradamente a ser escultores no de vírgenes ni cristos, sino de esa caridad que pone el corazón propio en el pecho del prójimo. Vamos hacia la Semana Santa. O mejor, ella viene hacia nosotros. Como esos pasos de los costaleros que otros años recorrían nuestras calles: humildes y ligeros bajo el peso de esa caridad que nos hermana.

* Mediador y coach