El método científico es un bucle interminable: a cada pregunta que se resuelve surge una nueva cuestión que nos devuelve casi a la misma casilla de salida. La gran pregunta de qué es todo esto, qué es el Universo, qué es la vida, queda sin respuesta; el método solo sirve para ir dibujando mapas con los resultados de nuestra experiencia, suponiendo que esos mapas nos ayudarán a orientarnos en lo desconocido. Y ese es el mejor de los métodos que la humanidad jamás ha conseguido. Luego tenemos infinidad de otros métodos, menos útiles, pero a los que nos enganchamos por ese instinto animal de luchar por la supervivencia. Usamos la filosofía, la religión, el deporte, cualquiera de las artes, que convertimos en guía para movernos por el mundo con la sensación al menos de que nos ayudan a no naufragar en su enigmática danza. La cultura es todo ese complejo conjunto de métodos, reglas, leyes y creencias, costumbres y tradiciones inventadas, recordadas, aprendidas, compartidas, asimiladas y ejecutadas consciente o inconscientemente en el baile de la vida. ¿Se puede sobrevivir fuera de la cultura?

Yo vine al mundo y pronto me reconocí como un individuo solo. Pero en un proceso lento, al tiempo que implacable, fui descubriendo lo que me atraía y lo que me aterraba. Aparecieron personas que me cuidaban, me aconsejaban, y me imponían las reglas de la vida. También, por suerte, algunos espíritus libres con los que al menos imaginar el propio destino. Mi suerte fue empezar a sufrir pronto y descubrir que siempre sería capaz de sobrevivir a cualquier sufrimiento. Mi suerte fue también sentir la vida como cambio y experimentar el cambio como una fuente de placer en continua renovación. Siempre preferí irme a llegar, buscar a descubrir. No necesité leer el libro de James Gleick para sentir desde muy niño la existencia de un sentido en mitad del aparente caos. Me atraían la música, la literatura, la filosofía y la ciencia, en ese orden. Pero había algo muy concreto que me seducía en cada una de esas estrategias para ordenar el mundo y otorgarle un sentido. De la música no me gustaban precisamente el ritmo y la armonía; siempre me atrajo la emoción fronteriza de la arritmia y la disonancia o, por lo menos, la incomprensible sorpresa de un acorde de Tristán. No sé qué magia había en las bibliotecas, que un libro me llamaba a su lado; y era justo aquel que se iluminaba, triunfante sobre los otros miles de tomos que yacían enterrados a su alrededor. Lo único que me ha gustado de la literatura es la posibilidad de vivir una experiencia única. Por eso siento predilección por los autores de una sola obra. Y por lo mismo, el malditismo, literario y vital, ha sido siempre mi debilidad desde que tropezara con el innombrable Samuel Beckett. El pensamiento puro fue mi último refugio huyendo de la literatura como simple entretenimiento. Nunca busqué el entretenimiento; lo que yo siempre he necesito es saber. Saber qué es el universo, qué es la vida, qué es la conciencia. Saber por qué me gusta lo queme gusta. Saber por qué necesito pensar y saber. Pero de filosofía en filosofía, desde Anaximandro, de donde las cosas tienen su origen, hasta Karl Popper, fui concluyendo que la filosofía, en el mejor de los casos, no sirve para nada. Y así, huyendo siempre de las garras de la cultura, caí inevitablemente en brazos de la ciencia.

Pero la ciencia tampoco te salva de la cultura, aunque esto es algo que me costó entenderlo y reconocerlo: igual que el misticismo solo conduce a una visión personal, intransferible y perecedera del mundo invisible, la ciencia solo ofrece un modelo convencional y autodestructivo del mundo percibido, que solo es útil para luchar por mejorar nuestras posibilidades de supervivencia como humanidad en el fragor de un universo vivo, inabarcable e incomprensible. Por eso, cuando me acerco ya al final de esta huida casi de película, no puedo evitar sentirme como un diminuto ciudadano Kane que ya ni sabe que añora su Rosebud.

* Profesor de la UCO