Como eres asintomático (o eso piensas, qué remedio) frente a benceno, plomo, aluminio y otras guarradas presentes en el saturado aire de las avenidas, o en el vete a saber lanzado por esos cañones fumigadores tan bien acogidos por la opinión pública, podrás aceptar y agradecer la exposición sin problemas. Como también te gustará seguir conectado eternamente, con el wifi en la cabecera de la cama, siendo (o eso te han dicho en la tele) asintomático a sus frecuencias. Porque solo una minoría, perjuran, sufre los efectos indeseables de aquellos venenos y radiaciones.

Nadie te preguntaba años atrás, a las puertas de un hospital (extenso catálogo de virus el de allí, por cierto), autobús o cine o piscina pública o privada, tu condición (ni tú lo sabías) de asintomática portadora de tal o cual hongo o bacteria «altamente contagiosa» (sorprendentemente, la masa de visitantes no abandonaba la piscina mutados a zombis, aunque sí bien quemados por el sol). Vivías tranquila y en concordia con aquellos que te ofrecían la mano o dos besos, incluso mostrando en público, llegado el caso, tu aceptada sintomatología. La vida era mucho más fácil y relajada cuando tan solo podían acusarte de ser portadora «asintomática» de metales pesados, pesticidas, herbicidas, hollín, asbesto, bacterias y virus desclasificados y, por encima de todo, infinitos excipientes y adulterantes de alimentos y una surtida y colorida gama de medicamentos con o sin receta. Me pregunto si entonces el INE (puedes consultarlo en el Google: «Defunciones según causa de muerte») despachaba tranquilamente sus deducciones, como hace hoy al dar cifras de muertes por «covid-19 sospechoso». Quizás no deseaban «alarmar a la población» (excusa siempre insultante) con millones de sospechosos cánceres por exposición asintomática a los citados venenos.

Moraleja: todo es un desastre, señora. Apaga la tele, vive y, sobre todo, deja vivir.

 ** Escritor