Seguimos viviendo, desde la orilla de la fe y de la mano de la liturgia, una cuaresma difícil que tiene como perspectiva la Resurrección, como respuesta divina al drama de la pasión y muerte de Cristo. Este año, la pandemia es el desierto al que somos empujados, como el Espíritu empujó a Israel, en los comienzos de su historia, al igual que fue empujado Jesús y lo somos nosotros para que protagonicemos lo que el «desierto bíblico» nos ofrece: el encuentro personal con uno mismo, palpando sus límites; el encuentro con Dios, tantas veces eliminado y expulsado de la moderna sociedad; y la escucha de la Palabra de ese Dios que nos vuelve a hablar al corazón, como cantaban los profetas. He recordado estos días aquellos versos de César Vallejo, ante tantas tragedias personales: «Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... Yo no sé!». Me venían a la memoria ante la petición de oraciones por una mujer joven, Mari José, fallecida hace dos meses, «con un marido y dos niños pequeños que la adoraban, llena de proyectos e ilusiones y buena persona donde las hubiera». Así la evoca una gran amiga suya, subrayando la dimensión de su fe: «Era muy creyente, lo cual ha sido vital para sobrellevar los duros golpes que le ha dado la vida durante estos cinco años de enfermedad». Será el mismo poeta, César Vallejo, el que nos hable de Dios, en otro de sus poemas, con la imagen del caminante cercano junto a nosotros: «Siento a Dios que camina / tan en mí, con la tarde y con el mar. / Con él nos vamos juntos. Anochece. / Con él anochecemos...Orfandad. / Pero siento a Dios...». Junto al dolor por la muerte de una madre joven, de tantas muertes como nos golpean cada día, nos llega el bálsamo del amor que el papa Francisco quiso transmitirnos con este hermoso mensaje: «Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, puso su tienda entre nosotros para traernos su misericordia que salva y dona esperanza. El Dios Padre envía al Hijo al mundo para darse plenamente a la humanidad y salvarla. Esta salida de sí acaba con la pasión y con la muerte en cruz del Hijo de Dios. Dios, al salir de sí mismo, al encarnarse, asume la condición humana y todo lo que conlleva, la infinitud, la indigencia y todas sus epifanías, como el dolor, la fatiga, la desesperación y la soledad, se hace uno de los nuestros sin abandonar su naturaleza divina». Me gustaría que estas palabras inundaran vidas y alentaran corazones, centrando el verdadero sentido de una humanidad doliente que busca una luz entre tantas tinieblas y una gran respuesta ante tantas interrogantes. Uno de los libros más apasionantes sobre el dolor lo escribió Oscar Wilde, en la cárcel. Llevaba por título ‘De profundis’. Todo el libro es la reflexión de un hombre que en el dolor descubre «la otra parte del jardín», como dice él, que le revela innumerables secretos. Y es que el dolor puede destruir o engrandecer al hombre. Como dice en una de sus frases más hermosas: «Donde hay dolor hay un suelo sagrado». Todo radica en la capacidad de afrontarlo. Quizás por eso, la muerte de Mari José ha abierto los ventanales de la esperanza a muchas personas. Sencillamente, porque la brisa penitencial de la cuaresma nos anuncia la alegría de una inminente resurrección. A nosotros nos toca extender las manos y dejarnos hacer. Al fin, como dijera Simone Weil, «el tiempo es la espera de Dios, que mendiga nuestro amor».

* Sacerdote y periodista