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Egogracia

Más allá de que estemos ahora en la campaña electoral catalana, desde hace unos años es evidente que vivimos en un entorno social bastante caldeado con las disputas políticas, que han ido enfrentando a la sociedad hasta cotas que nos hacen retroceder a épocas pretéritas y nefastas de nuestra historia. Recordarán, como botón de muestra, el salivazo que un diputado lanzó dentro del hemiciclo al entonces ministro Josep Borrell, los famosos escraches, etc. Polarización impensable hace años, donde podías ser a la vez socialdemócrata, madridista y taurino, o de izquierdas y cofrade, sin que nadie se rasgara las vestiduras. Vivimos de los estereotipos falsos que nos venden, como que los problemas sociales, la paz o el feminismo son patrimonio de algunos y solo importan a un sector político excluyendo al resto por definición. Ahora se impone la ortodoxia ideológica, el test de pureza de los fundamentalistas, porque los herejes son peor vistos que los infieles. Nadie sería capaz de decirle al caudillo político de turno que va desnudo. Cada vez es más complejo entablar amistades sinceras con opositores ideológicos en este neocainismo absurdo que ha roto con el encuentro de la Transición.

Una de las razones que explican nuestro desencanto y desafección con la política, cuando no, nuestra indignación, además de por el latrocinio escandaloso que hemos padecido, es por la inmunidad con la que muchos políticos nos mienten con descaro todos los días. Es impensable en otras democracias serias que un responsable público se mantenga en el cargo cuando se prueba la trola del momento sobre su milagrosa carrera universitaria, el plagio de su tesis, o la imposibilidad inexistente de rebajar el IVA de algunos artículos. Antes había cierta indulgencia porque las mentiras eran en campaña electoral, ahora la campaña es permanente. Según las encuestas, menos de la mitad de la población española está satisfecha con el funcionamiento de la democracia. Existe un desplome de la fé colectiva, sobre todo ante la incertidumbre y la desigualdad económica que agiganta la pandemia. Hay una grave crisis de confianza en las instituciones básicas que lastra el sostenimiento de nuestro sistema. Asistimos perplejos, por ejemplo, a la increíble prevaricación consentida y desacato contra el criterio del Tribunal Supremo tras la puesta en libertad por la Administración Catalana de los presos independentistas condenados por sedición. O el ataque sostenido a la Corona o el pulso al poder judicial, o las sentencias condenatorias a numerosos políticos andaluces por saltarse la ley y favorecer el clientelismo político a costa del dinero de los desempleados.

Existe una decadencia moral importante y hay también una victimización colectiva que nos parapeta y diluye de nuestra responsabilidad individual. No está de moda hoy la palabra moral, precisamente. Vivimos una auténtica egocracia que antepone nuestro individualismo basado en el poder, el placer y el dinero por encima de todo, que nos hace defensores a ultranza de verdades dogmáticas y que nos pone en competición de todos contra todos, exigiendo derechos ilimitados y nos impide un examen interno de nuestra propia conducta y compromiso social.

El autor de Archipiélago Gulag, el nobel de literatura Aleksander Solzhenitsyn, escribía tras sus 11 años en prisión en la antigua Unión Soviética, que la línea que separa el bien del mal no pasa entre Estados ni entre clases, ni entre ideologías, sino que atraviesa el corazón de cada ser humano. Siempre es más fácil para cualquiera, criticar todo lo que se mueve o divulgar noticias falsas sin rubor alguno. El principal desafío para nuestro sistema democrático no es externo, sino que proviene del propio ser humano.

* Abogado y mediador

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