Lo que le faltaba a la cuesta de enero para terminar este Tourmalet empinado y serpenteante encima, son los terremotos. Diurnos y nocturnos, más y menos intensos pero que te dejan, más que una sensación, una verificación de que esto ¡se hunde! La tierra maltratada también levanta la voz haciéndose presente con su rugido. Y todos apreciamos alguna grieta que no habíamos deparado anteriormente. La receta gubernamental sería que no seamos tan aprensivos, que esto pasa siempre, ya sea con las nevadas ó las pandemias.

Temblores que llegan silenciosos, a cualquier hora y latitud, que lo mismo te mueven un sillón de alcalde vacunado, siempre por el bien de los demás y con enorme sacrificio personal no lo duden; que te quitan una cruz de una plaza pública en cualquier lugar tan así, sin verlo venir, a voluntad del monterilla de turno que quiere pasar a la historia. Temblores y estremecimiento de que las vacunas prometidas y firmadas que nos saquen de este agujero negro no lleguen aquí, mientras quienes las fabrican sí las venden a millones allá. El mercado mundial opera a diario la compraventa de sus mercancías con garantías y contragarantías de calidades, pagos y entregas. Parece ser que no resulta difícil engañar a los tecnócratas y a esa burocracia europea que no está a pie de calle ni de un comercio internacional que acude al olor del dinero y del mejor postor. Aunque sea a costa de dejar a 500 millones de personas esperando en la estacada. Las ganancias mandan siempre en el credo del neoliberalismo, o acaso pensaban que nos iban a tratar de forma distinta por ser nosotros. Siempre hay quien se cuela en la cola o lo intenta, lo vemos a diario.

Terremoto y convulsiones con las facturas de la luz que ya están llegando a los consumidores con sus totales descomunales en euros, que traspasan y agrietan cuentas bancarias de ingresos poco sostenibles, convertidas en el fracaso de promesas incumplidas, que sólo son una mentira más añadida por la que nadie rinde cuentas. Tsunami de dolor y muerte en la cresta de una ola que sigue escalando y devorando víctimas mortales de una pandemia que dura ya demasiado y donde nadie resulta responsable, que nos aboca a toques de queda tempranos y mayores restricciones. Tras casi un año parece que nos hemos vuelto más insensibles al estado de alarma, tendríamos que inventar y decretar el estado de urgencia o emergencia nacional.

Temblores que se convierten en temblares de economías precarias, de trabajadores en ERTE prorrogados, de autónomos cuyas ayudas no llegan, de créditos pendientes a empresas, de colas en los bancos de alimentos, de familias angustiadas, de mayores aislados, de sanitarios desbordados. Espasmos y sacudidas nos dan al ver a todas esas personas que siguen revueltas y de fiesta en tantos lugares, como si nada pasara, incluso a mamporrazos con la policía. La estupidez verticaliza la curva. Fruto de la cultura del yo-yo, alimentada por el carpe diem y el hedonismo, ayuna de empatía, desierta de compromiso social y de cualquier sacrificio colectivo ni solidaridad.

Está visto que los observadores no observan. Será porque cobran lo mismo, que lo mismo da, a fin de mes, incluyendo dietas a fondo perdido que ni se justifican ni se devengan. Nadie nos previene de terremotos físicos, económicos, sanitarios, ni mucho menos de la pandemia de esos populistas de «gotitas milagrosas» tan recurrentes. Estamos huérfanos del sistema y vamos a tener que demandar más ángeles de la guarda que, al menos, salen más baratos. Menos mal que termina ya enero y, en todo caso, lo mejor de febrero es que, por malo que venga, será más corto. ¡Ahí han acertado!

* Abogado y mediador