No soy mucho de documentales, y mucho menos de buscarlos en internet. Por eso, cuando una amiga americana me mandó el enlace con el ruego añadido de que le dedicara una hora, no creí que acabara haciéndolo. Sin embargo, la fuerza de la promesa se impuso, y confieso que no defraudó mis expectativas. Hablo de un programa de la serie ‘Imprescindibles’, dedicado por TVE a la figura de Emilio Lledó, profesor, filósofo, lingüista, pensador, y uno de los más grandes intelectuales que ha dado este país. También, y esto refuerza su excepcionalidad, un modelo en lo personal, un hombre bueno. Después de escucharlo es difícil no sentirse pequeño, y el más ignorante del universo mundo. ¡Qué manera de desgranar ideas! ¡Y qué «paideia» a la hora de exponerlas...! Lo más difícil en ámbito científico, en el que mucha gente disfraza sus carencias de contenidos con tecnicismos y jerga ininteligible, es hablar o escribir fácil. Lledó, en cambio, encarna el mejor ejemplo de que se puede disertar con profundidad de forma que lo entiendan todos. Se explica así que al final del documental se tenga la sensación de haber aprendido mucho; se sienta el impulso de incrementar las horas de estudio por si alguna vez fuera posible llegarle a este hombre a la altura de los tobillos; acucie el deseo imperante de volver a leer ese vademécum universal que es El Quijote.

No voy a entrar en los detalles biográficos de Lledó (Sevilla, 1927). Basta acudir a Internet para encontrar un volumen de información apabullante, incluidas muchas de sus frases famosas (entre ellas, verbigracia, no hay nada peor que «un indecente con poder»). Baste decir que es uno de los representantes últimos de esos grandes maestros universitarios capaces de encandilar con su pensamiento y su palabra, pero también de despertar admiración por sus valores humanos, su humildad y su cercanía. ¿A quién no le habría gustado tener un profesor así? Lledó pertenecía a otra generación, y por desgracia ya no quedan. En su opinión la Universidad actual es un desastre por lo que a la creación de pensamiento crítico se refiere, al menos en España; un semillero de egos, altanería y soberbia --cuando no de mediocridad--, que esconden con frecuencia mentes hueras y atormentadas. No podría, pues, estar más alejada del modelo de reflexión y de enseñanza partícipe que él preconiza. Seguimos de hecho a día de hoy en el «asignaturismo» más militante, en la tiranía de la forma frente al fondo, en el imperio de los números y lo políticamente correcto frente a la calidad y lo que en realidad importa; pero mejor no salirse del sistema, porque se puede acabar en la más dramática de las soledades. Todo un drama, para quienes creen que otro tipo de docencia es posible. Viendo el programa acudieron a mi cabeza algunas películas que han tratado el tema de la enseñanza en esa edad tan complicada de la adolescencia, y entre ellas, cómo no, ‘El club de los poetas muertos’, de Peter Weir, estrenada hace más de treinta años (¡quién lo diría!), con Robin Williams en estado de gracia, y un reparto excepcional de actores jóvenes que supieron encarnar a la perfección esa efervescencia extraña que uno siente cuando se da cuenta de que las cosas no son como se le han contado y descubre su capacidad para pensar por sí mismo, sus gustos personales o sus particulares utopías.

Enseñar es una de las profesiones más difíciles del mundo, que resulta un suplicio cuando no se tiene vocación para ella. Un profesor debe experimentar ante su clase algo parecido a lo que un labrador ante la tierra que ha de arar, sembrar, cuidar y mimar hasta que germine, a sabiendas de que una parte de la semilla se perderá, otra cuajará a medias, y sólo una poca dará frutos en plenitud. La vida es un continuo aprendizaje, pero ninguna etapa tan intensa y contradictoria como la adolescencia, cuando los jóvenes se miden por primera vez y de verdad con el mundo y sus iguales, sin miedo a los límites o abrumados por las exigencias familiares y los convencionalismos sociales. Es fácil, pues, entender el efecto que sobre un grupo de chicos en sazón, sometidos y cortapisados por una enseñanza rígida y enciclopédica, puede provocar la labor de un profesor heterodoxo como John Keating, capaz de despertar en ellos la inquietud por el saber, la disciplina y el esfuerzo; enseñarles a degustar las palabras; animarles a iniciar el siempre proceloso camino de descubrirse a sí mismos, defender sus convicciones y sentirse por primera vez dueños de sus propios destinos. Tal vez la película no sea perfecta, pero pocas veces el cine ha sabido mostrar con tanta sensibilidad como contundencia el milagro recíproco que supone la acción de enseñar. En palabras del propio Lledó, sobrecogedoramente reveladoras en tiempos de sobreinformación y demagogias, lo importante no son los datos, sino «crear libertad intelectual y capacidad para pensar»; algo que, a todas luces, hoy ya no interesa a nadie.

* Catedrático de Arqueología de la UCO