Cuando en la bisoñez de los días de Facultad me acerqué por primera vez a las fuentes del Derecho, asomó una evocación intrépida, cual si el ordenamiento jurídico también fuese territorio para Richard Burton --no el actor-- y John Speke, en su gloria por alcanzar las fuentes del Nilo. Obviamente, el Código civil es más prosaico que localizar a machetazos el lago Victoria, pero ahí sigue, como la puerta de Alcalá, señalando en su artículo primero a la ley, la costumbre y los principios generales del derecho tal que un trino descompensado.

La ley gana por goleada, pero quedan resquicios consuetudinarios. Y una buena forma de localizarlos, a la manera de trufas jurídicas, es su orfandad de un rastreo escrito. Ello supone, llevado sobre el papel, verdaderos quebraderos ortográficos, como la duda existencial del desiderativo «a ver...». Porque, ¿han pedido ustedes la vez por escrito? En todo caso, la vez se habrá convertido en un código alfanumérico, con números apresurados para bizquear entre las colas de la carne o del pescado. O algoritmos para preservar el anonimato de los hospitales, emulando en esas combinaciones de matrícula el juego de los barquitos. Sin embargo, ningún tendero pone en el escaparate «se pide la vez», señal por otro lado milagrosa de que esta pesadilla habría pasado.

La vez es una costumbre y ¡ay de aquel que se la salte! Tensionamos el cuello para no perder de vista a quien nos la ha dado y segregamos jugos de Pávlov cuando se agiliza el número de los que nos preceden. Se barrunta incluso un escarceo tribal cuando el listo de turno intenta quebrar ese sacrosanto código. Por eso no es extraño que este país, que tanta grima le tiene a descorchar dimisiones, haya visto una cascada de cargos puestos a disposición a causa del pinchazo de la vacuna. No nos olvidemos. Aquí, salvo contadas excepciones, la dimisión es la daga ofrecida para una inmolación digna y, al mismo tiempo, el cortafuegos que garantiza a instancias superiores que la caridad empieza por uno mismo.

Resulta sarcástico que la vacuna, verdadero talismán frente a la pandemia, se haya convertido en el talón de Aquiles de muchas carreras políticas. Un sumidero de picaresca, adulaciones y hasta de una buena fe que no han reparado en la consecuencia de sus actos. Aquí no llegamos a la vileza de algunos magnates norteamericanos, donde es el puto dinero el que te inyecta el pasaporte para este nuevo reino de los elegidos. Los vacunados apócrifos han pagado el pato de la eterna tesitura entre los procedimientos y la improvisación. Se nos tacha a los españoles de ser unos devocionarios de la segunda, abanderados del arrojo y de dar lo mejor de sí en situaciones extremas. Suscribo esto último para diversos colectivos -mismamente el sanitario- pero este tufo de pesimismo acrecienta mis dudas de que la sociedad haya estado a la altura de las circunstancias. La improvisación conduce a esto: deshojar la margarita o, lo que es lo mismo, agasajar al alcalde con un chupito de Pfizer. El problema se resuelve aclarando la letra pequeña de las prelaciones y alimentando una buena lista de reserva y demostrando con ello que los procedimientos no son molicie, sino los brotes verdes de la eficacia. Aún sigo soñando con las fuentes del Nilo. Pero no se me ocurre, ni por asomo, ponerme a la cola sin pedir la vez.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor