Yo aprendí, de joven, que la equidistancia era un valor. Primero es necesario saber dónde está uno y, más o menos, dónde quedan los demás. Trazar entonces una línea, melliza y perfecta, hacia los otros. Observar así, en primorosa calma, los espacios antitéticos. Desde una posición privilegiada, desde ese balcón veraniego que es ser tieso y honrado, desde el todo me importa, pero no me importa demasiado. Y luego, analizado el percal, ir ya opinando, poquito a poco, a sorbitos, como quien come caracoles apoyado sobre la barra metálica de un puestecillo.

Esto lo aprendí con Eva, mi profesora de Ética, en 2º de BUP. Discutí en clase con ella -ojalá recordara el motivo, seguro que alguna noticia fruslera- y al finalizar la hora me dijo que la acompañara a la Sala de Profesoras. De camino, por el pasillo, me dijo que debatir era sano, pero que lo que yo había hecho es intentar pisotearla con la complicidad de mis compañeros. Lo negué. «Antonio, eres muy soberbio y, esto te lo digo con cariño, más listo que inteligente», me dijo. Y terminó: «Tienes intuición, sabes por dónde van los tiros, pero te gusta demasiado escucharte. Eso te abrirá muchas puertas, pero quizá no sean las puertas que tú quieres que se abran». La conversación se me clavó en el cerebro como la flecha en la manzana. Pasé semanas sin volver a intervenir en el aula. La odié como solo he odiado a The Corrs y a los fantasmas del Super Mario.

Con el tiempo entendí, más o menos, lo que me quiso decir: que en la vida, más lerele que lirili, por resumirlo. Le agradezco, desde esta página, su dureza aquel día. Las buenas lecciones permanecen como cicatrices. La soberbia, como el champán, la guardo para las grandes ocasiones. La listeza me ayuda a juntar palabras. A fuerza de buscarme la vida me convertí en un buscavidas. He saltado de trabajo en trabajo y en ninguno dejé enemigos. Tampoco demasiados amigos, honestamente, pero la urgencia de los días se me anuda en los afectos. La prudencia, este antagonista de nuestro tiempo, me ayudó a mantenerme en pie. Hay un punto intermedio entre el pragmático y el utilitarista. Mi corazón es una verbena, mi cerebro es un Ford Escort.

La equidistancia, por lo visto, está reñida con la dignidad y el progreso. Militancia, vieja amiga, que obliga al navajeo de madrugada. Qué pereza dan las antipatías, el politiqueo, el codacito, dar valor a las patatas fritas y despreciar el filete de ternera. De puertas para afuera es todo bondad, verbo inflado, discusiones mullidos; pero dentro de los despachos, más betadine que café. «Es que tú te expones demasiado», me dijo un excompañero de militancia, como si la oscuridad fuera virtud.

Oye, mi cuerpo pide salsa, que cantaba Gloria Estefan. Y volverán, luminosas, las golondrinas. Pero a mí estos me parecen tiempos de asomarse a ver la obra que, casi a ciegas, martillean y perforan los demás. Habrá quien me tome cobarde, y no les culpo. O aburguesado, que ya ves. O quien me estampe la equidistancia en la cara como una factura impagada. Lo asumo. Pero a mis cuarenta años, confieso: no tengo ni puta idea de lo que pasa. Porque escuchar al consejero de Salud de Murcia justificar su desfachatez, al vicepresidente del Gobierno de España comparar a puigdemontes con machados o a un ministro de Sanidad postularse, en plena pandemia, para presidir una Comunidad, me crea cierta angustia, casi terror. A mí me temblaría el carnet en la cartera.

Hay personas a las que se les va la vida en esto. Defienden lo que entiendo indefendible, y lo hacen con una suficiencia y una llama que me hacen preguntar si es la moral o el condumio lo que guía su lengua y sus tecleos. De colores y fe ciega sé mucho, porque soy futbolero, pero cuando lo que está en juego es el futuro de nuestros hijos, y no si la red dará cobijo a una pelota, me cuesta entender este vocerío hueco. Quizá este desapasionamiento mío sea señal de debilidad. Incluso de abandono. El placer exótico de equivocarse por sí mismo. Pensar que el progreso es, ya ves qué locura, hacer primar al colectivo frente al individuo. Aplaudir las ocurrencias de los jefecillos ya lo vi de pequeño en los tebeos de Ibáñez. Tenía razón Eva: la soberbia abre puertas. El lirili abre puertas. Pero el tiempo dirá si esas puertas conducen a habitaciones futuras o solo a trasteros pasados.

* Escritor