Para cuando llegó esta pandemia y el mundo se paró en seco, ya hacía tiempo que la afición por la tauromaquia en España había comenzado su declive. Solo en el periodo comprendido entre 2012 y 2018 los profesionales taurinos (en todas sus categorías) descendieron un 18% y los festejos en plaza un 23,8%, teniendo en esto último que matizar que de los celebrados en 2018 el 68,3% se concentraron en las Comunidades Autónomas de Andalucía, Madrid, Castilla-La Mancha, y Castilla y León. Del número de aficionados que asistieron a los festejos no dispongo de cifras para ese periodo, pero puedo apuntar que en 2015 tan solo el 9,5% de la población asistió alguna vez a alguno, y que ese porcentaje iba descendiendo interanualmente y continuó disminuyendo en los años sucesivos. La resistencia en cifras a esta debacle la venían abanderando las ganaderías de reses de lidia, que por su persistencia en mantener su exclusivo depósito genético solo acusaron un leve descenso del 0,45%; y las escuelas taurinas, con Andalucía destacada a la cabeza, que lejos de descender aumentaron en un 44,2%; ambas para el periodo antes mencionado. Mal panorama para un sector que tras el parón de la pandemia, el distanciamiento social que habrá que seguir manteniendo por un (bastante) tiempo, y la crisis económica que ya se asoma, dudo mucho que a medio plazo se pueda remontar. En cualquier caso, intuyo que las posibles consecuencias de esta pandemia solo hayan acelerado lo inevitable, la realidad es que España ya estaba dejando de ser taurina. Tampoco se puede negar que no se estuviera viendo venir. Una sociedad cada vez más urbanita que va olvidando sus conocimientos sobre lo rural y por ende sobre el mundo animal, las crecientes críticas a la lidia desde algunos planteamientos éticos, el rechazo a la tauromaquia desde ciertos posicionamientos ideológicos de índole político, el escaso (casi nulo) espacio que le otorgan las TV públicas, el eterno conflicto entre modernidad y tradición, y la ingente y atractiva oferta deportiva y de espectáculos de otro orden de la que hoy se dispone, han socavado el espontáneo interés general que antes despertaba el toro en la práctica totalidad de la población y, en consecuencia, mermado algunos de los valores que tan profundamente la tauromaquia imbricaba en nuestra sociedad. Me pregunto cómo aquella España taurina de antaño se estaría enfrentando a los acontecimientos que hoy nos atenazan. Una sociedad que comprendía el modo de conjugar el valor con tener siempre presente la vigilancia al peligro de su oponente, ¿sería tan imprudente de cerrar los ojos ante el riesgo real de contagio? Que tanto valoraba y respetaba la maestría y el modelo de sus mayores, ¿hubiese estado más volcada en la protección de los que hoy son las víctimas principales? Que tenía tan interiorizado el inexcusable deber de hacerle un quite al compañero en riesgo, ¿podría haber llegado a ser más solidaria con los damnificados de esta pandemia? Que se sentía parte legítima e imprescindible del festejo, ¿hubiese abroncado con más ímpetu las equivocadas medidas adoptadas por la autoridad?... Preguntas que más pretenden su planteamiento que obtener una respuesta. Es una realidad que la tauromaquia ha venido siendo parte integrante de nuestra cultura desde hace siglos, no se trata de una postura individual de reconocerse pro-o-anti taurino, eso da igual, la cultura no es desmembrable, otra cuestión es si la tauromaquia seguirá formando parte de nuestra cultura o se irá diluyendo en el futuro. Hay quien dice que tiene los días contados y quien mantiene que pervivirá para siempre, imposible saberlo, eso es algo que queda únicamente a expensas de nuestra voluntad colectiva. Sería como preguntar por qué el pueblo Masai continúa vistiendo túnicas rojas, portando una lanza, y pastoreando su ganado por las llanuras del Masai Mara cuando, sin embargo, cuentan ya con teléfonos móviles que les dan acceso a todas las posibilidades que les ofrece Internet y les muestran otras maneras de vivir o vestir. Sencillamente porque desean seguir haciéndolo en la salvaguarda de su propia identidad.

* Antropólogo