La Navidad ya está aquí, enredada entre sus enigmas de siempre. Aunque, dado todo lo acontecido en el transcurso del año, esta vez será muy diferente: caída brutal del PIB, pérdida de tejido empresarial, altas tasas de paro, un déficit público tan galopante como la deuda pública que nos asola y, sobre todo, un aumento de la desigualdad social. Pese a ello, llegamos a la celebración con el espíritu de siempre. Dice un refrán que por Navidad, cada oveja en su corral. Y así estaremos en Pascua, junto al ascua, o lo que es lo mismo, encerrados en nuestras casas con el propósito de soslayar los peligros del contagio, circunstancia que no debería ser óbice para que cada uno de nosotros contribuya, en la medida de sus posibilidades, a reactivar con su consumo responsable esa maltrecha economía que se desmorona en torno a nosotros. Va a ser esta una Navidad con menos reuniones y comidas, así como con menos visitas a los nacimientos o a los templos del consumo. Algunos tampoco disfrutaremos de la vertiente más flamenca de estas fiestas: esa por la que, en otros años, las zambombas y las guitarras jerezanas hacían presentes lo mejor de nuestro cante y, con él, una parte insustituible del alma de la Baja Andalucía.

Está claro que la crisis económica y sanitaria nos ha golpeado con intensidad, a unos más que a otros, y que ya solo se habla de revitalizar nuestras cuentas, algo imprescindible en estos momentos y a la que yo intento contribuir en lo que me afecta. Los datos se suceden a ritmo vertiginoso, con cierres de empresas y otras que por días se desequilibran, con multitud de parados y familias enteras que lo pasan muy mal. Los muertos y contagiados por el covid-19 se cuentan por millones en todo el planeta, a la espera de la ansiada vacuna. En fin, una catástrofe gigantesca, que espero se remedie pronto; al menos, ese es mi deseo para el 2021, cuyo amanecer apunta ya desde aquí. Por eso, con la llegada de esta celebración polisémica, en la que cabe casi de todo, creo que deberíamos sentirnos un poco más interrogados, y de forma especial los creyentes en la Buena Noticia, para movernos así a tener un comportamiento más solidario. Es la forma de ser consecuentes con los valores que emanan del pesebre del Señor.

Y aquí una pequeña digresión histórica. No parece que Jesús viniera al mundo el año que siempre se afirma, sino seis antes, ya que en Roma los censos se llevaban a cabo cada catorce años, y el último debió hacerse cuatro lustros antes de su parto. Son muchos los símbolos que se hicieron coincidir con este acontecimiento; entre ellos, la presencia del Señor en un pesebre, acompañado de una mula y de un buey, lo que evoca el mito del parto del dios egipcio Horus, de quien se afirma que nació rodeado de paja y con un halo de luz sobre la cabeza; o con el del dios Mitra o Krighna, nacidos en una gruta y de una madre virgen, adorado el primero por unos magos y pastores, y el segundo por una vaca. Otros detalles del nacimiento de Jesús coinciden con los del mito ctónito solar, muy difundido durante la dominación romana. Agustín de Hipona llegó a comparar a Cristo con el Sol Invictus, cuyo influjo se extendió desde Capadocia hasta Emérita Augusta. El cristianismo convivió con otras creencias, sobre todo con los cultos védicos y de Mitra, que llegaron a ser los más extendidos por tierras del Imperio. Sobre aquellas cenizas renaceríamos como fe.

Por eso, cuando llega diciembre, no dejo de recordar cuanto aconteciera en los primeros siglos de la Iglesia, y reconozco la escasa relevancia que pueda tener en nuestras vidas la circunstancia de si Jesús nació en este mes o en aquel otro mes del año. Lo importante es saber que fue alumbrado como un hombre del pueblo: un judío cabal que luchó siempre por los más desfavorecidos. Y ello, cuando nos hallamos en un proceso transformador en lo que se refiere a la ordenación del tiempo y a la estructuración de la vida social, del cual no podía estar ausente el credo. Abogo por unos valores alternativos a los hedonistas; por un tiempo que nos haga reflexionar, como pastores de buena voluntad que fuimos atraídos por su luz cegadora, para ser justos y solidarios, como aquellos zagales que acudieron a adorarle. La Navidad no es un período más del año, sino un estado mental que nos invita a valorar la paz, la justicia o la solidaridad, para comprender así mejor su significado. Cuando estamos en el umbral de un cambio de paradigma, con ocultación de la propia Natividad del Señor, apuesto por una celebración en la que el Niño que nace para mostrarnos su mensaje liberador sea bien hallado en nuestro corazón. Hemos de ser consecuentes con los mensajes que emanan del belén. Y, con generosidad, abrirnos a los golpeados por la crisis y la pandemia. Viviremos así otra fiesta, más solidaria si cabe, en la búsqueda de certezas, concordia y honestidad, en medio de un mundo tan inhumano como el nuestro. Feliz Navidad.