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Derribar el idioma

La única patria que amo desde niño reside en el corazón de las palabras, en la emoción que produce su sonido al penetrar en la luz de mis entrañas anudando las claves de mi esencialidad. Lo que soy lo define el idioma que utilizo, el que me liga a la voz de mis ancestros y al patrimonio sensible, cultural, y antropológico que ellos me legaron. Mi materia espiritual reside ahí, en la sustancia poética y azul que reviste el lenguaje que aprendí hace muchas lunas, más de medio siglo, cuando el mundo olía a cilantro, a pan recién hecho, olmo y regaliz. Nuestra identidad es una amalgama de emociones y de ideas sustentadas por miles de palabras que no solo habitan nuestro pensamiento, sino que oxigenan nuestro corazón. Nadie podrá extirpar de nuestro espíritu ese patrimonio cálido e invisible que nos liga a la infancia y al ocre resplandor que encendía los veranos de nuestra juventud. Uno no debe nunca avergonzase del lugar que procede, el espacio de su infancia, y no renegar jamás de su raíz. El idioma que uso a diario es el vehículo que bombea mi sangre y oxigena mis pulmones transportando recuerdos, ideas y sensaciones, que sustancian el paisaje de mi identidad. Respeto otras identidades, otros idiomas (creo en la libertad, no en la imposición), pero exijo a la vez que también respeten el mío y no quieran hacerlo desaparecer. El idioma que habito hoy es un frágil ruiseñor.

Pertenezco a una antigua cultura campesina que se desvaneció cuando el sonido de las viejas palabras fue desarbolado por el vértigo insomne de la modernidad. Desde hace unas décadas, desde la amada transición hasta nuestros días, hemos avanzado conquistando parcelas sociales firmes, luminosas, que estuvieron vetadas durante la posguerra, ensanchando las lindes de nuestra libertad, pero, en cambio, hemos ido dejando en el camino conceptos esenciales que nos humanizaban, palabras lejanas que no volveremos a pronunciar porque fueron borradas de nuestra existencia, amputando su significado de raíz. El problema de que derriben nuestro idioma desde el Poder con mayúsculas no es reciente, sino que viene de lejos: ya hace años que menosprecian las humanidades, sobre todo la Lengua, la lectura y la escritura, en los modernos programas educativos de este país cada día más prosaico, materialista, insensible y sin sabor. Intentan imbuirnos de una cultura monocorde de raíz anglosajona y estadounidense, esmaltada por una estética vacía que huele a hamburguesa de plástico y a caretas tediosas de Halloween, a kétchup edulcorado. Hemos perdido el norte, o quizá el Sur. Es como si desde hace ya unos lustros intentasen borrar nuestra identidad lingüística, nuestro modo de comprender y amar la vida a través de un lenguaje sensitivo, espiritual. Esto lo vemos a diario en nuestro entorno. El modo de hablar de nuestros adolescentes en su mayoría es raquítico, esmirriado, cargado de muletillas y frases hechas. Su sintaxis es descoyuntada como el cuerpo de una serpiente atrapada en un zarzal. Su cultura es reflejo de una educación ridícula en la que la Lengua y la Literatura fueron incineradas de raíz. No hace falta, por tanto, implantar leyes absurdas para derribar el lenguaje o el idioma y dejarlo hecho escombros. El problema no está ahí, sino en la hosca desidia y el desprecio que vienen mostrando, desde hace mucho tiempo, quienes rigen este país a nivel nacional, por la lengua castellana, apostando no ya por lenguas autóctonas y vernáculas (catalán, vasco, gallego, valenciano…), lo que a mi modo de ver es necesario, sino por el inglés, un idioma altivo que ha acabado ocupando el espacio insoslayable que el castellano tuvo antaño aquí, en esta nación prosaica, acomplejada, que, a nivel cultural, envidia al mundo anglosajón.

Derribar un idioma es sencillo, cuesta poco, y aún más cuando viene haciéndose a conciencia socavando las bases de una educación ya débil en la que antaño había asignaturas de raíz humanista, el griego y el latín, la filosofía y la literatura, tan olvidadas hoy por el Poder. A diario observamos en la televisión privada, incluso en la pública, programas cutres y chabacanos donde se nos muestra una realidad grosera, inculta e insensible. No hay programas culturales con ponencias o debates que inviten a la lectura. La poesía y las letras están infravaloradas en un país donde muchos que lo habitan sienten admiración por la lengua inglesa y se sienten avergonzados, de algún modo, de su idioma materno, la lengua castellana que es nuestro vehículo de comunicación. Lo vemos a diario en los spots publicitarios (perdón, anuncios en la tele) de perfumes de nombres imponentes, cursis y rimbombantes, donde una voz femenina, glamurosa, masculla unas frases ininteligibles pronunciadas en un inglés dubitativo, casi macarrónico, que produce en mi oído una sensación fatal. Esto último viene a ofrecer un dato más de que en nuestro país no se aprecia como antaño el enorme valor de la lengua castellana y, al contrario, se admira, aborreciendo la raíz de nuestra identidad, el idioma anglosajón.

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