En noviembre el fruto está ya recogido y el trigo sembrado; de ahí que durante este mes escaseen las festividades de raigambre agrícola. Tal vez para compensar esta ausencia, otras muchas jalonan el calendario del mes, algunas de ellas destinadas a evocar acontecimientos de lo más diverso: desde la ancestral ofrenda a quienes partieron hacia la otra vida sin irse del todo de esta (pues aún perduran en nuestro recuerdo) hasta efemérides no oficiales dirigidas a recordar temas tan peculiares como el veganismo o el sandwich, pasando por las que toman como motivo alguna enfermedad, el urbanismo, el olivo, el estudiante o el maestro. El día 16 es el Día Internacional del Flamenco, desde que en el año 2010 fuera declarado en Nairobi (Kenia), Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por parte de la Unesco. La propuesta partió de la Junta de Andalucía, y fue asumida por el Gobierno de España con el propósito de divulgar este arte universal de raíces netamente andaluzas; contó con el apoyo de los Gobiernos de Murcia, Extremadura y, de un modo menos institucional, de todo el país al completo.

No todas las nacionalidades históricas cuentan, como Andalucía, con el orgullo de poder ofrecer al mundo un patrimonio cultural tan peculiar. No me refiero a esa Andalucía de pandereta, sino a la auténtica, esa que hunde sus raíces en el pasado profundo. Y es que nadie en su sano juicio podría escribir hoy de flamenco sin haberse documentado previamente acerca de nuestra historia como pueblo. Soleares, siguiriyas, tonás, tangos, bulerías, fandangos... ¿Quién puede dudar de la íntima relación del flamenco con Andalucía? Aquí nació y se dio a conocer; y aquí se desarrollaron sus cantes y bailes más genuinos, hasta convertirse en patrimonio del pueblo (dejemos a un lado los matices de lo jondo y lo gitano). Cante jondo, cante grande, cante de gitanos andaluces a los que muchos llamaban flamencos. Expresión de penas y alegrías, de fiesta y de tristeza, de amor y de odio, e incluso de protesta e ira contra la secular injusticia en nuestro pueblo. Privado y público, íntimo y fiestero, elitista y popular; en suma, una mezcla sabia de lo gitano y lo andaluz.

Dicho arte destaca en su vertiente más popular, pero también sobresale hoy por ser una actividad profesional basada en una exigente disciplina, con un largo recorrido que arranca en el siglo XV, y cuyas formas más señeras son representadas en la actualidad en los teatros más importantes del mundo. A lo largo de aquél año de 2010, la Junta de Andalucía puso en marcha la campaña “Flamenco soy”, que llegó a promocionarse con cantes, toque y baile, no solo en ciudades como Madrid, Barcelona y en alguna que otra de Francia, sino hasta en la mismísima Shangai, en China, en el curso de su Exposición Universal. La campaña obtuvo 65.000 apoyos de más de 70 países.

El flamenco como cante no tiene carné de identidad. Solo sabemos que se origina en la Baja Andalucía, en el triángulo formado por Sevilla, Jerez y Cádiz, a partir de la integración de cantes gitanos con otros palos tradicionales. Comenzamos a tener noticias más fidedignas desde fines del Setecientos, centuria a partir de la cual se distinguen varias etapas. Una primera hasta el año 1860, en la que los primitivos gitanos aún se hallan recluidos en el ambiente más íntimo y familiar: el flamenco aún no había salido a la calle. El período comprendido entre dicha fecha y 1910 es conocido como la edad de oro del cante, toque y baile flamenco: la época de los cafés cantantes, prolongada hasta los años veinte del pasado siglo, si bien en algunas ciudades siguieron existiendo hasta más tarde; en esta época se integraron los cantes gitanos con otros de Andalucía. A comienzos del siglo XIX y hasta la Guerra Civil, el flamenco entra en los teatros y es cuando surge la ópera flamenca, tan denostada por muchos, así como el Primer Concurso de Cante Jondo en Granada, celebrado en 1922 y organizado por Manuel de Falla y Federico García Lorca. Por último, durante la segunda mitad del siglo XX, el cante, a través de peñas, festivales y concursos, conoce uno de los impulsos más fuertes de su historia.

Desde que el flamenco salió del ambiente más familiar, comienzan a surgir nombres que contribuyeron a su fama. Hoy son leyendas. El Planeta, El Fillo, Tomás el Nitri, Manuel Cagancho, Enrique el Mellizo, Manuel Torre o Tomás y Aurora Pavón, todos ellos de la raza de bronce. También no gitanos, como Silverio Franconetti, Antonio Chacón, Manuel Vallejo o Aurelio Sellés. En la segunda mitad del siglo XX, las líneas gitanas y payas se enriquecieron con figuras como Antonio Mairena, Pepe el de la Matrona, Fosforito, Morente o Camarón de la Isla, entre otros. Hoy la covid-19 hace peligrar a este arte, al haberse cerrado locales y dejado de celebrarse actuaciones en peñas y festivales, aunque estoy persuadido de que no tardará en resplandecer de nuevo como la joya que realmente es.

* Catedrático