Raúl González Blanco no fue un futbolista. No vistió de blanco, ni metió goles, ni la pidió escorado para asistir de primeras y luego clavarse en el área como un puñal en el corazón de una Virgen. No. Raúl González Blanco fue una edad. El segundero de mi existencia. Esa aguja del diablo que gira más rápida que las demás, que deja atrás un recuerdo de nieve, un escozor frío en las yemas, un dolor transparente. Cuando se retiró Raúl, sentí que era yo el que se retiraba. Convivir con la intrascendencia de uno mismo, qué maravilloso deporte. Deshilar las ambiciones. Abandonarse a existencias mundanas. Dejé de soñar cuando Raúl dejó de marcar. Y no es una cuestión de clubes. Hay vínculos que no respetan ni la carne ni los colores. Raúl fue el vinilo que no paró de girar. Esa canción repetida hasta rayarse. Rápido en sus primeros años, pesado y obtuso cuando le echaron. Renacido lejos. Fracasos, zurdazos, nudos y seda. Creí en Raúl más que en mí mismo. Lo echo de menos. Ya sólo me tengo a mí. Soy mi propio falso nueve, el que pide con los brazos un balón que nunca llega. El que marca el pase invisible con las palmas extendidas hacia el pasto. Las heridas son heridas y ya no me queda ni la mercromina dominical de sus goles. Necesitaba compartirlo. Sigo.

Vuelve el fútbol sin aficionados. Vuelven las discotecas sin poder bailar. La nueva normalidad se describe con ausencias. Lo del cocodrilo que en realidad era una nutria también les ha pasado a algunas mujeres conmigo. Los columpios y los corazones siguen cerrados. Hasta los periodistas de derechas empiezan a notar el cansancio. Quemamos fases como veranos los adolescentes. Mi memoria es un tobogán, que escribió Nacho. Vuelvo a mi ciudad. Abrazo a mis padres. Estamos todos bien. Me palpo como el pistolero que ha escuchado un disparo y busca sangre en sus costados. No hay focos en la vida, ni tifos, ni golpes en el pecho a la salida del vestuario. Sólo gradas vacías. Goles que se celebran en silencio. Con Raúl las cosas eran diferentes. Estallaba mi dormitorio. Aparecía de la nada, dejaba atrás la maraña rival, se hacía con la pelota y, sin levantar la cabeza, disparaba. ¿Qué es un gol sino el presente enjaulado? ¿Qué es un gol sino la fe travestida en flaqueza? Sin pecado, todos seríamos santos. Se movía la antena del pequeño televisor y la celebración se cubría de niebla. Cómo añoro esa nitidez perdida, esa locura fugaz. Ahora las cosas van más medidas. Ya no hay sendas, sino raíles. Se retiró Raúl y se fueron llenando los vomitorios, y luego las calles, y los asientos quedaron mudos, y el césped sanó tras el maltrato. Quedamos unos pocos sentados sobre la hierba. Sucios y cansados. Mirando el cielo. Esperando una respuesta sin tener clara, si quiera, la pregunta.

La burocracia ha reconquistado el espacio que la naturaleza le había arrebatado. Este puñado de meses, con miles de muertes y millones de encierros. Cenizas de otras vidas. Su recuerdo pisoteado por estos días infantiles, urgentes y soberbios. No hemos salido mejores, pero ya hemos salido. Retomamos los bares con idéntico desdén. Mascarillas en el codo. Trotes tristes. Avanza la vida hacia nuevas intrascendencias. Polémicas digeribles. Suaves indignaciones. Y luego lo de siempre: comprar el pan, inflar las ruedas del coche, buscar series nuevas, el goteo indestructible de la ducha, enchufar lo de los mosquitos por las noches, aplastar hormigas en la encimera, querernos pese a todo, pese al ruido de los vecinos, pese al calor, pese a la llamada que en la madrugada sepultó nuestro verano. He sido un minero buscando un corazón de oro, pero me hago viejo. Nos queda el amor. El juego indomesticable de los niños. Pienso en la muerte y pienso en Raúl. En los goles del ya nunca. En los días que vienen y también en los que no vendrán.

* Escritor