Pues, en efecto, varios de los libros en los que Domínguez Ortiz investigara la sociedad española de los Austrias mayores y menores tuvieron como núcleo central la reconstrucción de las vicisitudes que jalonaron la biografía de la que fuera por entonces la urbe más cosmopolita y económicamente pujante del mundo occidental. Justamente cuando comenzaran a atisbarse los inicios del lento declive de su esplendor sobrevino la inmensa calamidad de la peste negra que abatiose sobre el Mediodía, con secuelas más intensas en Andalucía que en ningún otro lugar. Málaga abrió con espectacularidad este tracto dramático de la historia nacional al perder cerca de 50.000 habitantes, con una marcha luctuosa e imparable que en la primavera de 1649 alcanzó sin escapatoria alguna a la ciudad del Betis. Ello respondió, en ancha escala, a la desidia de sus autoridades edilicias en adoptar unas mínimas medidas de prevención, sobre todo, una vez conocidas las fatales incidencias malagueñas. Conforme a un modelo que reproducía en sus extremos esenciales las reacciones populares del bajomedievo y del Quinientos, las causas del magno fenómeno se atribuyeron ahora ya no a una inexistente población semita, sino a la de otro cuerpo «extraño» como la minoría gitana. Traspasado el Guadalquivir desde Triana, aquella se adentró a velas desplegadas en el vecindario de la gigantesca urbe con un saldo aterrador de muertes.

Al margen de ello, es innegable que la hecatombe abrió una nueva etapa en la vida de la metrópoli hispalense. El detallado análisis de la etiología de esta ruptura en el itinerario de la capital andaluza ocupó algunas de las horas más luminosas de la trayectoria profesional de Domínguez Ortiz, facilitando reflexiones de hondo calado acerca de la vivencia de la muerte por parte de innumerables generaciones de la España del Antiguo Régimen. En general, aquella fue más natural que en la contemporaneidad, viendo en ella el término obligado de la existencia humana. La mayor serenidad ante el fin del ciclo vital se mostraba de igual modo como un poderoso elemento en la aceptación comedida de la muerte en una sociedad eminentemente sacral, en la que la religión implicaba el valor supremo.

La Historia es la ciencia del pasado, de un ayer imperativamente colocado al servicio del presente. El actual, el de la inauguración de la primavera del 2020, se encuentra atravesado en España por circunstancias angustiosas. Siempre fue así. Cualquier presente de un pretérito lejano o próximo estuvo veteado cuando no inundado de lances y desafíos amedrentadores; empero, todos dieron finalmente vado a coyunturas más halagüeñas y esperanzadoras. Ahora, y sin ningún género de dudas, será así también. Si el formidable envite contribuye a una mayor densidad del acervo tanático para el progreso de la ciencia e igualmente de la conciencia social e histórica, el balance de la sobrecogedora crisis hodierna no será tal vez del todo negativo.