La educación mejora a los buenos y hace buenos a los malos». Son palabras escritas hace muchos siglos por un tal Platón, un sabio cuyas enseñanzas van a obviar los futuros bachilleres de amores platónicos por decisión irresponsable de los gestores educativos de este país, que pretenden una juventud sin capacidad crítica, de cerebro cavernícola, a la que tratan de encarcelar en el mito de la caverna.

La enseñanza de Platón cobra vigencia en estos días de absoluto desprecio a las buenas maneras desde tantos púlpitos, sea en el ejercicio de la política o desde el vertedero abrupto en que convierten algunos las redes sociales, que podrían ejercer con más frecuencia como eminente tarima y menos como inmunda cloaca. A la vista de tanto insulto y denuesto, de tanta barrumbada y desplante, si el filósofo griego viviera hoy, habría añadido una adenda a su certera reflexión: «La educación mejora a los buenos tanto como la mala educación entontece a los mezquinos».

No hace falta tumbarse sobre la hierba húmeda de la tarde a filosofar, preguntarse de dónde venimos y adónde vamos y convenir que si existimos es porque pensamos (»cogito ergo sum», pero tampoco el latín es plato del gusto del escaso paladar de los gestores educativos de este país de ceneques) para reconocer que los maleducados, tan de escaso recorrido, no alcanzan a llegar a ninguna parte, salvo a procurarse un minuto televisivo de gloria o una intervención rufián y escatológica en el Parlamento que les reporte unos cientos de tuits, unos a favor y otros en contra, de otros tantos descerebrados cuyo mayor mérito es jalear la excrecencia.

La buena educación es como una colonia cara: se reconoce a distancia. En cualquier situación, por enojosa que sea, las personas inteligentes saben estar. La mediocridad, sin embargo, ayuda a perder con frecuencia las maneras y los papeles. Ser educado es esconder lo bueno que sabemos de nosotros y lo malo que pensamos de los demás. H