Esto de las mascarillas nos hace retrotraernos a esas etapas de la evolución humana donde embozarse formaba parte del atuendo como una manera de ponerse a salvo de los elementos. O de aislarse de ambientes insalubres o nocivos, o incluso contagiosos como en la mayoría de las epidemias que han asolado a la humanidad. Pero hete aquí que en la era digital, donde la inteligencia artificial es capaz de leernos el rostro tenemos que cubrírnoslo con una mascarilla. Eso es lo que tiene la Naturaleza, y es que siempre va por delante de nosotros y en este caso en forma de virus. Los científicos se devanan los sesos por descubrir un tratamiento y una vacuna; los farmacéuticos por recomendar el modelo más apropiado de mascarilla, los políticos por ponerle a las mascarillas algún distintivo y en general todos esperando que estos dichosos trocitos de tela confeccionado al más puro estilo aséptico sean obligatorias en espacios públicos. Todo sea para aislarnos del virus en masa. Como confinarnos en masa. Son medidas drásticas como las que tomaba la medicina en las épocas de la peste negra. En aquellas épocas no había PCRs, ni test serológicos para aislar sólo a los portadores del virus. Ahora sí los hay pero entre los defectuosos y los que nunca llegan, pues eso, soluciones en masa. O soluciones de rebaño, ya que últimamente se habla del índice de inmunidad del rebaño. El índice mínimo tampoco lo tenemos, según parece, pero la categoría de rebaño sí, pues parece ser que las únicas soluciones que nos dan por ahora son sólo para rebaños. Y en esa solución están las mascarillas. Son molestas, incomodas, antiestéticas y hasta caricaturescas pues para aquellos que gastamos orejas las gomillas pueden acercarnos más de lo decoroso al planeta de los simios. Pero esto no es nada para cuando llegue la caló cordobesa. Al virus puede que lo mate la calor, y al cordobés la mascarilla.

* Mediador y coach