No, no voy a escribir de ese señor de pelambrera gris agitada, de ojos grises, de chaleco gris, de datos grises y convulsos, y de voz ronquilla. Está muy visto.

Tampoco voy a escribir de la calle solitaria, en la que hasta las palomas parecen menos y aburridas.

Propongo unos ejercicios espirituales; sí sobre el cielo. Pero el cielo que de verdad existe, no ese insoportable en el que angelitos, para colmo sin sexo, dan el coñazo con arpas desacompasadas.

Escribiré del cielo en la tierra, al que por el confinamiento no tenemos acceso, porque está en la calle, en los bares de abajo y enfrente, cerrados a cal y canto, como si los microbios estuvieran en las cañas de cerveza o en los medios de vino.

Nuestras aspiraciones celestiales son modestas y fáciles de satisfacer. ¿Cabe mayor y placer menor que tomar una caña o una copa rodeado de gente animada que charla con alegría de lo todo lo divino y lo humano? Y si uno es hombre y ejerce mirará con satisfacción y alegría la gesticulación femenina, que hace bailar y brillar sus atributos.

Esos pequeños placeres son los que ahora mismo quedan fuera de nuestros alcances, hoy por hoy reducidos a cuatro paredes y a dos ventanas, una la abierta a la calle vacía y otra el televisor en el que nos aplastan a cada instante con la desagradable imagen del globo asesino de los cuernecitos. Ya que no podemos rehuir al virus coronado, rehuyamos al menos su retrato robot desagradable.

Me recomiendan que ande, porque si no, puedo quedarme poco menos que paralítico o paralizado en mi ancianidad, pero ¿por dónde ando?

La verdad es que cuando recorro diez veces el pasillo, harto de saludar al perchero y de mirar ese sombrero que hace una eternidad que no tengo la oportunidad de ponerme, me entran agujetas en el alma.

Demos un puñetazo en la mesa y gritemos ¡basta!

Ya está bien de mirarnos el ombligo y de echar al confinamiento todas las culpas. No derramemos al exterior las culpas nuestras, que son nuestras culpas y de nadie más.

El confinamiento nos privará, desgraciadamente, de establecer relaciones de vecindad, de activar las de amistad y tertulia, pero para nada impide que pensemos, que seamos creativos; de dentro a afuera, poderosamente. No nos justifiquemos diciendo que estamos en arresto domiciliario, aunque lo estemos.

Vivir no es poder hacer, es poder pensar.

Y podemos; resistiré, resistiremos; con Dúo Dinámico -gracias- y sin Dúo Dinámico.

Los móviles, a los que denigramos con frecuencia, cobran ahora una importancia y representan un papel muy positivo. Hago muchas llamadas, sobre todo a quienes sospechan que no tienen sitio en mis recuerdos, y recibo muchas llamadas que al hablarme de otras vidas, y a veces de la mía vista desde fuera, hacen añicos mi soledad. Destrozan mi soledad mala, porque la buena, en la que vivo viviendo en mí, debe ser cuidada y preservada, ya que desde luego es respetada por los que me conocen y me respetan.

Entre mis torpezas tengo como sobresaliente la de no sacar jugo a la capacidad de comunicación y transferencia que tienen los móviles, pero como muchos de mis amigos tienen como habilidad lo que en mí es torpeza, en el móvil veo de todo: como ha quedado de bien restaurada la escopeta de llaves de mi abuelo, jabalíes circulando por la ciudad, la frase tonta del listo de turno, la finca envidiable en que está confinado mi amigo, y en la que afortunadamente se ven conejos sanos y saltarines.

¿Os dais cuenta amigos de que la vida es posible sin sermones domingueros y sin partidos de futbol?

Hay diferencias y, por tanto, la posibilidad de cambiar referencias.

Al fin y al cabo la vida es una continuidad de referencias.

En la mili no podíamos cambiar el paso, pero en la vida podemos, y debemos, cambiarlo cada día.

La suerte no está echada; la suerte la jugamos cada día.

Porque ningún confinamiento podrá arrebatarnos nuestra libertad.

* Escritor, académico, jurista