En alguna cavidad del cerebro del ministro de Sanidad saltó un resorte que le hizo conectar con todos los grupos de WhatsApp de quienes veían la tele en ese momento. Fueron unos segundos nada desdeñables en términos políticos aunque en realidad lo que acababa de hacer el periodista holandés no era más que preguntar por la importación en España del 'smart lockdown', un “confinamiento inteligente” por el que, explicó, la gente en su país decide si sale o no a la calle.

Se nos subieron los niveles de indignación en vena, las redes viralizaron la instintiva reacción de Salvador Illa y echamos aquella templada tarde de domingo sincronizados contra el enemigo exterior, sin percatarnos de que no tienen que venir de fuera para insultar nuestra inteligencia.

¿Cómo podrían los responsables públicos de España dejarnos a nuestro libre albedrío si son incapaces de lanzar un mensaje compartido? ¿A quién hacemos caso en Madrid? Podemos elegir en función de la trinchera ideológica en la que nos hayamos confinado: el Gobierno aconseja extremar las precauciones mientras que el vicepresidente naranja antepone la reactivación económica y la presidenta popular ilustra alegando que no se han prohibido coches a pesar de que hay atropellos. ¿De quién nos fiamos? ¡Que el PSOE dice que la administración que gestiona la sanidad madrileña es “ineficaz e irresponsable” y el PP cuestiona la capacidad de los expertos que diseñan la desescalada!

Lo fácil sería achacar este guirigay diario a que nuestro sistema de selección de las élites políticas no ha terminado precisamente por captar a las mentes más preclaras. Esa es la explicación más sencilla porque resulta mucho más duro asumir que tal ceremonia de confusión forma parte de una permanente estrategia de confrontación cuyos efectos secundarios sufrimos cada uno de nosotros, en nuestras íntimas circunstancias, en forma de incertidumbre, cabreo, vértigo, ansiedad o miedo. Lo lamentable es que damos el pésame a amigos que llevan semanas pegados al teléfono esperando noticias de una uci mientras hay despachos dedicados a buscar la ventaja electoral en la atribución de las culpas. Y en pleno estado de alarma hemos visto portadas dedicadas a las perspectivas demoscópicas de la presidenta de la comunidad más devastada.

Llevábamos tantos días recibiendo consignas de los altos mandos militares que aquel domingo nos salió el patriotismo por los teclados cuando oímos al colega de los Países Bajos ponerse flamenco, pero no nos engañemos: es imposible encontrar un paradigma patriótico común sobre qué es lo mejor que podemos hacer por nosotros, por los sanitarios y por el futuro de este país. ¿Seguimos haciendo bizcochos o nos entregamos al consumo en lugares públicos? ¿Ponernos a salvo del virus o asumir el contagio como un riesgo asumible? ¿Aplaudir o sacar la cacerola?

No sé si los españoles podemos dar lecciones como replicó el ministro Illa al periodista holandés, pero nos haría falta una inteligencia superior para comprender qué es lo que esperan de nosotros nuestras respectivas autoridades competentes.