A fuerza de tanta cháchara algo vamos aprendido del lenguaje político, que consiste en descubrir que cuando niegan con vehemencia o afirman con la misma fuerza al final se hará justo lo contrario de lo que afirmaron un día y negaron al siguiente. Así, por ejemplo, cuando al principio de esta semana empezaron a oírse voces que pedían libertad para los niños, al menos, un cuartito de hora al día para salir al parque o darse una vuelta por la urbanización, tras ese paternal propósito se escondía la estocada que a mediados de semana le dieron al curso escolar. Apareció la ministra de educación, Isabel Celaá, cual remedo de la Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas - solo le faltaba la guitarra y un pelotón de chaveas a su alrededor - anunció que el curso ni se reanudaría ni se prolongaría más allá de junio, que el tercer trimestre no sería evaluable y que no habría aprobado general pero que nadie repetiría curso. Es la cuadratura del círculo: no habrá un aprobado unánime pero tampoco nadie repetirá curso. Tan solo horas después supimos que aquel celebrado acuerdo era otra falsedad, la ministra le había pasado el muerto a las comunidades autónomas que debían decidir con cuántos suspensos podrían pasar sus alumnos. Una chapuza que no sabemos como terminará, pero seguro malamente. Lo que importa es el mensaje en el telediario del mediodía. Es así como vamos asumiendo el discurso oficial que, estemos a favor o en contra, va calando en el población, en el debate político y en los medios de comunicación. DE tal manera que llamamos «confinamiento» a lo que en realidad es un encierro o una reclusión de los ciudadanos en virtud del estado de alarma. Confinar, si se molestan en ir al diccionario (oh¡ que cosa tan antigua) verán que es «desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria». Confinado fue Napoleón en las isla de Santa Elena, pero no nosotros en nuestra propia casa. El caso es que hoy todo el mundo habla de confinamiento, hasta los propios académicos, que no tardando mucho admitirán tal significado en la nueva revisión del Diccionario de la RAE. Lo mismo que el horrible «desescalar» y «desescalamiento”» que se han inventando para evitar descender, rebajar o descenso, a la hora de hablar de cómo se espera que bajen los contagiados y los muertos por coronavirus, que ya va siendo hora. Todo es un juego de palabras con la intención de confundir la realidad y así hasta llegar a los Pactos de la Moncloa, símbolo de un tiempo, hace más de cuarenta años, 1977, en el que los políticos de uno y otro signo se pusieron de acuerdo para sacar el país de una grave situación económica. Esta de hoy es mucho más grave que aquella, pero aunque quieran imitarla no va a pasar de un remedo. Ni sombra de lo que fue.

* Periodista