Escribo estas líneas desde mi azotea privilegiada de funcionario que seguirá recibiendo su sueldo a final de mes, de trabajador al que incluso viene bien el aislamiento para buenas parte de sus actividades, de hombre que tiene la suerte de vivir acompañado este paréntesis, y lo hago, desde ese lugar tan cómodo, para reivindicar mi derecho a estar triste. A no ser parte de una ceremonia colectiva en la que cada día se nos insiste en resistir, en asomarnos a los balcones para sentirnos comunidad. Entiendo que estos gestos pueden ser útiles para levantar el ánimo, para sobrellevar en el encierro o para conformarnos con esa tranquilizadora percepción de que todas y todos estamos en el mismo barco. Lo cual es una verdad a medias, porque hay quienes están en camarotes de primera mientras otros malviven hacinados en las bodegas. Como tampoco es real la aparición espontánea de un sentido de comunidad que yo solo recuerdo similar cuando España ganó el Mundial, lo cual me demuestra que nos movemos por resortes emocionales que nos movilizan entre los extremos insoportables de la heroicidad y la miseria. Sin que hayamos aprendido que el éxito de una democracia consiste en no necesitar héroes ni en multiplicar miserables. O, lo que es lo mismo, en no vivir gracias a la caridad ni a los salvadores, sino en sostenernos gracias a la justicia social y a la solidaridad traducida en derechos fundamentales. Por eso me chirrían tanto los himnos en los balcones y las canciones convertidas en himnos, porque me temo que solo sean una tirita sobre una herida que previamente no limpiamos con desinfectante.

Reivindico mi derecho a vivir el duelo que supone escuchar cada mañana en la radio las cifras de personas muertas, el número de personal sanitario contagiado, la expansión del virus por países en los que ni siquiera cuentan con nuestros torpes medios de Estado imperfecto para luchar contra la pandemia. Me niego a esquivar la flecha que supone no poder abrazar a un amigo cuya madre ha fallecido sola en una residencia, y a la que solo pudo ver los últimos días a través de videoconferencia. Me rebelo contra los tutoriales de pasteles y bailes que pretenden que no piense en los muchos vecinos que ya están o que estarán en el paro, en los artistas de los que nadie se acordará cuando dejen de hacer conciertos gratis, de los muchos jóvenes y no tan jóvenes que estaban a punto de empezar el proyecto de sus vidas.

Nada ni nadie puede evitarme la punzada que me provoca no poder abrazar a mi hijo desde hace un mes, o el miedo que me asalta cuando pienso en su abuela, tan mayor y tan enferma, en una residencia de la que ahora parece que nos diéramos cuenta que existe; o la angustia, que trato de disimular, cuando cada mañana hablo con mis padres y siento la injusticia que supone que estén viviendo estos días tan amargos al final de sus vidas sacrificadas. Y, sobre todo, miro más allá de la emergencia sanitaria, y al vislumbrar el horizonte lamento no tener ni el cuerpo ni el alma para cánticos resistentes. Pasados ya más de 20 días en la jaula, reivindico ahora el silencio, la serenidad, incluso ese punto de espiritualidad que habitualmente esquivo.

Tengo la sensación de que, como vivíamos tan anestesiados, en una sociedad construida sobre la satisfacción inmediata de nuestros deseos y sobre la exigencia permanente de felicidad, ahora somos incapaces de gestionar la tristeza, el duelo, el fracaso. Y lo evitamos inventándonos paraísos artificiales donde creernos invencibles. Cuando tal vez lo más inteligente sería reconocer nuestra humana vulnerabilidad y vivir la tristeza como parte de un proceso que, una vez pasado el duelo, nos permitirá, al fin, salir de la rotonda. Porque recordemos que para muchos no se trata de resistir sino de sobrevivir.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba