El Palacio del Hielo de Madrid y apenas conocida la noticia, pasa a ser lugar de terror o tristeza, de miedo: una morgue. La tragedia, jamás considerada a lo largo de tantos años como cuento. No caben los muertos madrileños, nuestros muertos también, felices por vivir la mayoría, y ahora en el frío por culpa de algo insignificante y sin triunfo, enviado o llegado de repente o no tanto, y buscado, tal vez, con esta forma de vivir y convivir poco razonables.

Es algo grave por más que nos distraigan los medios o la necesidad: las películas y series fantásticas de intrigas eróticas y absurdos triunfos más efímeros aún que lo mejor de nuestras vidas. Agradezco la buena voluntad, el empujón que, poquito a poco, me han arrastrado hasta estos folios; el talento de aquellos periodistas y escritores que se esfuerzan con un trabajo útil para todos.

En los años cincuenta del siglo pasado, unos después del disparate bárbaro que no acaba de soltarnos, mi padre ocupaba la Alcaldía de Priego de Córdoba. Allí estaba porque había vencido con los suyos, porque era un hombre preparado, antiguo seminarista y, sin duda, objetivamente útil a todos y hasta necesario.

En su despacho o Alcaldía, su servicial Pepe, El jefe de los municipales, anunció la presencia de Perico, el peón caminero, que habitaba una casilla junto al puente de la Media legua. Era aquel puente la entrada al pueblo cuando venías de Córdoba por Cabra, como a cinco kilómetros. «¡Pasa, Pedro!», ordenó el alcalde, que ya lo veía tras la puerta entreabierta. «¡Don Manuel, que el puente se cae!». «¡No digas eso, hombre! ¿Cómo que se cae el puente?», exclamó para dar ánimo a aquel hombre sencillo, que hacía un gurruño con la gorra en sus manos y trasportaba el sincero temor de su corazón simple. «Hombre, Pedro, ¿cómo se va a caer el puente? ¡No puede ser!», exageró mi padre, acercándose a él para animarle, incrédulo, con golpecitos acariciantes en la espalda. «Ahora mismo llamamos por teléfono al ingeniero de la Diputación y que él lo vea. ¡Pero ya! ¡Se va a caer ni se va a caer!».

Porque si aquello ocurría era un desastre: Priego se quedaba aislado parcialmente porque el puente era la entrada y salida más utilizada. Tú vete tranquilo, que mañana lo tenemos aquí.

Y al día siguiente, el ingeniero estaba allí. Mi padre le explicó el mal presentimiento de Pedro, el peón caminero, escasamente convencido, pero responsable por suceso tan atroz. Y terminaba así su relato, tal y como yo lo recuerdo, después de sesenta años: «A las dos de la tarde y cuando estaba a punto de irme a la casa, se presentó el ingeniero. Venía el hombre acalorado». «¡Nada, don Manuel, que ese Pedro, el peón, exagera!». Y con entusiasmo: «¡Ya quisiera yo vivir lo que va a durar el puente!». Y efectivamente: a los siete días se cayó el puente y, a los ocho, se murió el tío.

El puente de la Media legua, el alcalde, Pepe El jefe de los municipales, Perico, el peón caminero, el ingeniero de la Diputación, aquella época diferente, muy diferente para mi pueblo y para España y hasta para el mundo... Mucho de aquello murió. Queda Priego y quedo yo con unos pocos. Lo de ahora es otra cosa porque tiene que ser así. Diferente.

Pasamos una racha negativa para todos. Todos. Gracias a María, la ejemplar periodista. Espero que este recuerdo sea positivo para mí y provoque, cuando menos, una sonrisa en los lectores. Falta nos hace. También forma parte de la tan necesaria normalidad.

* Escritor