En 2017, una amiga de ochenta años fue ingresada en una clínica de Málaga. Durante mis frecuentes visitas, solía atacarme una extraña tos seca, incontrolable, que cesaba horas después de abandonar el lugar. La mayoría del personal decía encontrarse «resfriado». Se hablaba de un «virus» (esto es lo que solía contarte tu médico de cabecera cuando presentabas la misma diarrea que tus vecinos). Tres o cuatro señoras mayores, compañeras de habitación, murieron durante su estancia allí. Mi amiga obtuvo el alta, al cabo de un mes, con neumonía. Si estos episodios hubieran tenido lugar a día de hoy, ¿cuántas de las fallecidas habrían dado positivo en coronavirus? ¿Sería entonces, mucho más fácil, atribuir sus muertes a un bicho «registrado» que a otro u otros sin nombre ni padre? Disculpen, señores gobernantes e inquisidores espontáneos callejeros. Ya sé que pensar es tabú. Lo veo en la cara de la gente. Nadie quiere hablar del origen. Solo interesa obedecer las medidas y salir cuanto antes del aprieto. Pero esta «responsabilidad de todos» a la que se agarran los nuevos, espontáneos inquisidores (van por ahí grabando, cazando con sus móviles, denunciando, como buenos perros adiestrados, la presencia de un señor que ¡camina por la calle!) podría tomarse desde otro punto de vista: la responsabilidad que todos tenemos de sacar a la luz el origen de esta gran mierda que nos confina en nuestros domicilios so pena de multa. Es la historia de siempre: te dan un fusil y ordenan matar, y tú vas y lo haces, por tu bandera y tu Patria, sin preguntarte quién o qué organiza la fiesta, quién sale ganando. Olvida el clima y el feminismo y entierra la figura de Greta la sueca. Es hora de salvar el culo y producir mascarillas. No soy el único, ni mucho menos y lo sé, que discrepa. Eso es lo que os debería asustar: el silencio, el miedo y la obediencia reinantes en la tele y la calle.

* Escritor