El silencio es la música que configura el frío y los azules más puros de la infancia. La identidad de una patria está en los cielos que vemos de niño y jamás nos abandonan, pues quedan grabados en el bol de la memoria como una gasa de aire vespertino donde encuentra acomodo y asiento el corazón. ¿Quién no recuerda, después de muchas décadas, la luz que define el aire del ayer? ¿Quién no recorre y pasea espiritualmente por veredas cosidas al fulgor de la nostalgia que identifica el rincón donde uno estuvo respirando las horas de su juventud? Yo conocí esa España silenciosa donde el ritmo del día ocurría en los corrales, en las plazas humildes y las calles recoletas, en el blando sigilo de la Naturaleza, en los bosques y los montes del sitio en que nací. El pequeño país que habita mi interior está lleno de espliegos, saúcos y lentiscares, de crujidos de ramas y silbos de estorninos en un crepúsculo lento e interminable donde las nubes comulgan con la luz minutos antes del atardecer. Aunque llevo ya un lustro viviendo en la ciudad, soy un hombre de hondas raíces campesinas, un espíritu uncido al rumor de las esquilas y al murmullo del viento jugando al escondite en la espesura feliz de la dehesa. Uno busca, aunque haya cumplido muchos años, el espejo de la niñez para encontrarse. Y la mía ocurrió en un espacio campesino. Desde siempre he buscado en el libro de los campos líneas o fragmentos de escenas familiares, humildes metáforas de mi identidad. Con pocas novelas suelo identificarme. Por eso este libro, ‘La España del silencio’, escrito por Borja Cardelús y Muñoz-Seca, que acaba de ver la luz en Almuzara, es un cálido espejo en el que me he reconocido y me ha ayudado a encontrar los días sagrados, vividos en el centro de la Naturaleza, entre zarzas, colinas y míticos encinares. Al leerlo, he sentido una inmensa gratitud hacia aquel que lo ha escrito. Nunca había experimentado al leer una obra tantísimo entusiasmo, tanta melancolía, tanta felicidad.

Desde que desapareció Miguel Delibes, no ha habido otro autor que haya escrito de esa España del silencio y el frío, del monte y sus senderos, de un modo tan dulce, diáfano y auténtico, como Borja Cardelús y Muñoz-Seca. Adentrarse en un libro donde se humaniza al lobo y se dulcifican las liebres y los tejones, los gatos monteses, los búhos y los zorros, es resucitar el espacio de una patria musgosa y silvestre donde late la inocencia más pura y profunda que uno ha conocido desde que vino al mundo hace seis décadas, vividas en un pueblo del norte cordobés. Sé de lo que hablo. ‘La España del silencio’ me ha devuelto colores y sabores que perdí. He vuelto a sentirme sentado de repente en la acogedora rodilla del abuelo, cuando él me leía las fábulas de Esopo y yo percibía un crepitar de abejas laborando la miel que había en mi corazón. Hay una lección de amor y ecología, de luminosa y sutil delicadeza en los relatos de Borja Cardelús, y, al leerlos, percibes un límpido manojo de trinos y murmullos latiendo en un bullir de lugares recónditos grabados en la conciencia de ese eterno niño rural que antaño fuimos. Quienes han vivido en el campo han de saberlo. Los nidos de alondra, de mirlo o ruiseñor, de alcaudón u oropéndola que escudriñé en la infancia ahora tienen cabida en esta «patria» del silencio habitada, también, por sobrios leñadores, pastores angélicos y colmeneros mágicos recorriendo el panal umbroso de la sierra en un mundo lejano que Borja resucita y lo levanta ante nuestra vista incólume, transparente y hermoso como en su tiempo fue. A quienes sigue doliéndonos esa España deshabitada y huérfana de ayudas, olvidada y perdida, próxima a extinguirse, de la que tanto se habla en muchos medios, adentrarse en las páginas de un libro prodigioso que evoca el murmullo del viento en la espesura sirve para encontrar un resplandor que alumbra el camino de nuestra identidad.

En una frase pequeña cabe, a veces, el largo y curvo sentido de una vida. En una encontrada en La España del silencio cabe todo el fulgor de mi niñez. Es solo un manojo sencillo de palabras, pero cuánto de mí encierra su sonido ingrávido: «En la hora del resistero se espesaba el silencio, que solo quebraba la desazón de la chicharra». Esta frase resume la serenidad de un mundo. Ahí, en el fulgor amarillo de la siesta, en el sueño del aire posado entre las sombras y los troncos arrugados, sin luz, de las encinas, el adolescente que fui sigue vagando bajo un bosque de plomo, arrullado por las tórtolas y el vigoroso frufrú de las chicharras, sudoroso y feliz, envuelto en el misterio de un verano infinito que nunca volverá. Ahora en el libro de Borja Cardelús, esta hermosa novela, la España del silencio, he hallado un espejo para reconocerme. La emoción de una vida mágica y silvestre, en contacto diario con la Naturaleza, no se acaba olvidando nunca, sigue abriendo, aunque sea en la nostalgia, caminos y veredas donde aún crujen las huellas de antiguos carboneros y animales silvestres, lobos, zorros, linces, olvidados en los bosques de nuestro corazón.

* Escritor