Pasaron frente a nosotros deslizándose como fantasmas ingrávidos y la sala entera se volvió para mirarlas. Eran fascinantes y lo sabían, envueltas en un aura de irrealidad, como salidas de otro mundo. Yo las tuve al lado y me estremecí, pero no de admiración sino de compasión y espanto. Eran modelos de elevado prestigio, de las que desfilan en pasarelas de moda. Nunca antes había visto ninguna de tan cerca. Sus cuerpos etéreos, de espaldas aladas por los omóplatos desnudos de carne y las mandíbulas afiladas, las hacía extrañamente inhumanas. No eran, ni de lejos, aquellas representaciones plastificadas pintadas por un barniz de glamur en las páginas de las revistas en las que, gracias al milagro del maquillaje y el Photoshop, dejaban de parecer lo que eran, la encarnación de una triste enfermedad.

No sé si mi gusto es algo anticuado, incluso primitivo, pero no veo belleza en la enfermedad, menos aún cuando esta tiene unos efectos devastadores sobre el aspecto de una persona. ¿Qué hay de bello en los rostros hambrientos que recuerdan más una epidemia africana que la plenitud de vida propia de la juventud? ¿Cómo podía ser que nadie dijera nada ante ese espectáculo de exhibición impúdica de unas mujeres afectadas por un trastorno gravísimo? Es algo que saben muy bien quienes tienen cerca a alguien que sufre anorexia, la angustia que provoca estar ante un cuerpo consumido por voluntad propia.

Y de repente me pareció que el mundo está más enfermo de lo que parece. Todos los que se movían alrededor de esas mujeres no solamente no corrían a rescatarlas de su locura para ponerlas en manos de especialistas que les devolvieran el placer de vivir, sino que celebraban sus formas de alambre, aplaudían con devoción como las han aplaudido tantas veces fotógrafos, expertos en moda, editores de revistas, jefes de márketing y diseñadores que no parecen querer mucho a las mujeres.

Todos los que han contribuido y contribuyen a hacer posible este sistema perverso que define la belleza como un estado de enfermedad permanente son cómplices de un sufrimiento que atenaza la vida de millones de mujeres en todo el mundo. Ellas, es verdad, se presentaban ante nosotros satisfechas, mostrándose triunfadoras absolutas en el altar de la belleza. Y aquí se dirá que también es cuestión de libertad de elección, que si ellas quieren ser así que qué vamos a objetar las demás, pero por supuesto que no se escoge nada cuando de forma repetida y por todas las vías posibles todas la niñas reciben, desde muy pequeñas, esta propuesta macabra como único espejo posible. Un espejo que rompe en mil pedazos la vida, la real y propia, la única que tenemos.

Es cierto que esta tendencia ha cambiado ligeramente en los últimos años con la aparición de las llamadas modelos de tallas grandes (que en muchos casos usan una 40 o 42) pero el culto a la delgadez sigue siendo la tónica general.

* Escritora