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Tribuna libre

Xavier Arbós

La crisis constitucional británica

El prestigio secular del parlamentarismo británico ha sufrido una conmoción. Como se sabe, Boris Johnson obtuvo de la reina Isabel la suspensión de las sesiones del Parlamento. De este modo, el primer ministro pretendía ahorrarse durante semanas la engorrosa supervisión que la Cámara de los Comunes iba a ejercer sobre su gestión del brexit. Sin embargo, la Cámara respondió. Inició por vía de urgencia la tramitación de una ley para que el Gobierno pida a Bruselas un plazo de tres meses antes de precipitarse a un brexit sin acuerdo el 19 de octubre. Con todo, este episodio ha puesto de manifiesto alguna debilidad estructural del sistema constitucional del Reino Unido.

Empecemos por aclarar dos cosas que se repiten con frecuencia: que el Reino Unido carece de Constitución, o que la tiene, pero no está escrita. Ninguna de las dos es del todo cierta. El Reino Unido tiene Constitución, aunque es algo distinta a la que rige en la mayoría de países, como los de la República de Irlanda, la Europa continental o los Estados Unidos. En este contexto, se entiende que una Constitución es una norma formalmente distinta de las leyes y superior a ellas, y se supone que prevalece incluso sobre la voluntad popular que el Parlamento representa. Ahora bien, en lo sustantivo, una Constitución es un conjunto de reglas que se imponen a los poderes públicos asegurando las libertades civiles básicas. Desde este punto de vista, el Reino Unido tiene Constitución. Esas reglas existen; lo que ocurre es que no todas son escritas.

Entre las que lo son, cabe citar desde la Carta Magna (1215), que prefiguraba algunos derechos civiles, la Bill of Rights de 1689, que limitaba los poderes del monarca, o, más recientemente, la ley sobre la representación del pueblo (1928), que asegura el sufragio universal. Las que no están escritas son las convenciones constitucionales: prácticas de los principales actores políticos que se consideran obligatorias. Por ejemplo, se considera un acto debido que la Reina firme las leyes aprobadas por el Parlamento, aunque teóricamente podría vetarlas negándose a hacerlo. Y también es un acto debido que la reina siga los consejos políticos del primer ministro. Johnson aconsejó a la Reina que suspendiera el Parlamento, y esta lo hizo. Por eso las demandas que se han presentado a los tribunales se dirigen contra Johnson. No solo porque la Reina no puede ser llevada ante la justicia, sino porque es obvio para todos que la decisión es del primer ministro. Isabel II no ha hecho más que seguir lo establecido por una convención, que puede equipararse, aunque no esté escrita, a una regla constitucional.

Las convenciones tienen ventajas e inconvenientes. Convierten en obligatorio un comportamiento que ya se ha seguido, con lo que para cumplir con la convención basta con imitar lo ocurrido en el pasado. Pero no se plantea eventos futuros; la regla es simple, y no hace falta entrar en detalles sobre supuestos hipotéticos. Por ejemplo, sobre la posibilidad de que alguien aproveche la imprecisión de los límites de una prerrogativa real para subvertir la lógica interna del sistema político. Un sistema que tiene como uno de sus principios la responsabilidad del gobierno ante la Cámara de los Comunes, que Walter Bagehot describió en su obra canónica The English Constitution, de 1867.

Según el tópico, los británicos han manifestado un gran escepticismo hacia el constitucionalismo de la Europa continental, que han considerado muy abstracto y detallado, y no menos inestable. A este propósito, se cuenta que, a principios del siglo XIX, un caballero londinense se dirigió a una biblioteca pública y pidió una Constitución francesa. «Lo siento señor -le contestó el bibliotecario-, no recibimos publicaciones periódicas». Podían permitirse esa ironía, pero, a la vista de lo que ha ocurrido últimamente, hay que reconocer alguna ventaja a las constituciones escritas y detalladas. Así, la primera Constitución francesa, de 1791, asumía la monarquía, pero de su poder legislativo, la Asamblea nacional, decía que era «permanente». Y nuestra primera constitución, la de Cádiz de 1812 ya menciona una diputación permanente pensada para preservar las atribuciones de las Cortes y, sobre todo, para que su existencia y operatividad no dependiera de que el monarca tuviera a bien convocarlas.

La calidad democrática de un país puede alcanzarse y mantenerse sin que sus constituciones sean detalladas y completas. El Reino Unido ha sido un ejemplo, y sin duda lo seguirá siendo a pesar de esta crisis. Pero no está de más aprovecharla para recordar la importancia de tener reglas constitucionales precisas y escritas. Carecen del encanto que la tradición otorga a las convenciones, pero ofrecen mayor seguridad jurídica.

* Catedrático de Derecho Constitucional

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