Síguenos en redes sociales:

A pie de tierra

Desiderio Vaquerizo

Abusos

Siempre me había preguntado qué siente la gente cuando, al inicio o al final de un viaje -o de las mismísimas vacaciones-, queda bloqueada en un aeropuerto; hasta hace algunas semanas, cuando, en un verano marcado por huelgas salvajes en las fechas que más molestas y desgarradoras pueden resultar para los usuarios, yo mismo tuve el dudoso privilegio de vivirlo en primera persona.

Ya en la cola de embarque, sin indicio alguno previo, nos hicieron saber que, de manera unilateral y sin más explicaciones, el vuelo había sido cancelado y tratarían de encajarnos en otro destinado a salir seis horas más tarde. De entrada, en ese momento te quedas en schock, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir más allá de ponerte a gritar, aterrado ante la posibilidad de que puedas verte retenido mucho más tiempo del inicialmente anunciado (como, de hecho, así ocurriría), prisionero, con claustrofobia, angustiado por el ansia de querer salir de allí cuanto antes. Vencido el impacto inicial, y limitado siempre por el idioma -se trataba de otro país, cuya lengua no domino, mucho menos con nervios, si bien la compañía era española-, me dirigí a la azafata, que carente de toda empatía, con cara de enfado y más que fingida cortesía, como si en vez de víctima yo fuera culpable, me hizo subir a un autobús con varias personas más tras hacerle saber que la cancelación revestía para mí una gravedad añadida por cuanto a mi llegada a Madrid debía enlazar con un tren de alta velocidad cuyo billete tenía ya cerrado. Sin saber con exactitud para qué se nos había separado del grupo, fue difícil evitar la sensación de que éramos objeto de algún tipo de purga, con final incierto. De pronto, nos vimos ante la puerta de salida y fuimos devueltos, sin comerlo ni beberlo, al mundo real. Por fortuna, tuve la intuición de pegarme a la sombra de un señor autóctono, que parecía saber muy bien lo que hacía por haberse visto quizás en otras situaciones similares, y lo seguí a la carrera hasta el mostrador de la compañía. Tras una larga hora de cola, una amable señorita me dejó bien claro que no podía hacer nada por mí: el billete de AVE había sido gestionado desde una agencia. Lo más sensato, me dijo, era que entrara en la página de Renfe cuanto antes y tratara de cambiarlo, pero mira por dónde yo no tenía Internet, por lo que llamé a España para que me hicieran el trámite, y cuál no fue mi sorpresa cuando, como el billete había sido comprado en otro país, Renfe se negó a cambiarlo desde aquí. Era viernes, y los trenes estaban en su mayor parte llenos, por lo que deprisa y corriendo hubo que comprar uno nuevo al final de la tarde; y gracias, porque podía haberme visto en la tesitura de tener que pasar la noche en Madrid; todo a mi costa, por supuesto.

La señorita en cuestión me mandó a un segundo mostrador para que, tras la consabida e interminable cola, me hicieran otra tarjeta de embarque, con la que hube de pasar de nuevo el control de equipaje. A partir de ahí la sensación de abandono se fue viendo sustituida por un cansancio infinito, acentuado tras volver a sufrir nuevas e interminables esperas en varios restaurantes hasta encontrar uno que aceptara la carta de embarque anulada como salvoconducto para comer algo por cuenta de la compañía a razón de doce euros de gasto; y en un aeropuerto, donde los precios son abusivos hasta en el duty free, ya saben para lo que da eso. Vergonzoso. Recorrí el aeropuerto de allá para acá durante varios siglos, dominado por la impresión de que si seguía la cosa así llegaría un momento en el que no cabría más gente en él, enervado, confuso y agotado, hasta que vi, por fin, reflejarse mi vuelo en los paneles anunciadores, sólo veinte minutos antes de la hora oficial de salida. Tras un proceso de embarque surrealista y decididamente humillante, saldríamos por fin con dos horas más de retraso. La explicación oficial: el mal tiempo (en realidad, un poco de niebla, a finales de julio; ¿qué ocurrirá en diciembre?). Salí de allí vapuleado, aturdido, y con la promesa firme de no volver a pisar dicho aeropuerto ni volar más con esa compañía, pero feliz por recuperar mi libertad. Dejaba como testimonio una queja por escrito, como única vía oficial posible de canalizar mi frustración. Tal vez si todos los afectados hicieran lo mismo conseguiríamos acabar con los abusos a los que, un día sí y otro también, nos someten con plena inmunidad las compañías. Por mi parte, cuando a medianoche llegué a Córdoba, después de quince horas de viaje para un trayecto que habría debido durar cinco o seis, sólo me faltó besar el suelo, pero no lo hice porque quemaba. Desde luego, no hay derecho...

* Catedrático Arqueología UCO

Pulsa para ver más contenido para ti