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Inquisición

Una de las lecciones extraídas del caso Plácido Domingo es que hay mucha gente que no es que no crea en la presunción de inocencia, sino que directamente pasa. Tú puedes razonar que todo hombre y cualquier mujer es inocente hasta que se demuestre lo contrario, que es quien acusa el que tiene la obligación de quebrar la presunción de inocencia, de romperla en pedazos, mediante la articulación de un sistema probatorio expresado ante un juez. Tú puedes argumentar que compartes la franca indignación ante ciertos crímenes especialmente reprobables de crueldad contra las personas, que son los que suscitan mayores sacudidas sísmicas en eso que se llama la opinión pública, y que estás tan en contra de esos crímenes que estarías dispuesto a defender que esas conductas penales no admitieran el derecho a la reinserción, porque no crees que esa reinserción sea posible y se pone en jaque a toda la sociedad. Pero la gravedad del crimen, el dolor que suscite, esa hebra de sangre en la retina cuando leemos los especiales sufrimientos que padecieron las víctimas, no significa que tengamos que juzgar públicamente al primero que pase por allí, o que pasó por allí, y declararlo culpable. Y atención: es el debate. Esto, sobre el papel, sobre este mismo papel, está muy claro: pero luego la gente se acalora, se decide a sacar al acusado de la cárcel del sheriff y estaría dispuesta a conducirlo al árbol del ahorcado. Porque eso es lo que se hace cada vez que se juzga a alguien sin pruebas, cada vez que se le declara culpable sin haber sido juzgado: colgarlo del árbol de la plaza pública de nuestra convivencia. Y aquí no pasa nada, y se quema un prestigio y un derecho al honor. Y si te pronuncias, sales y argumentas que ese hombre o esa mujer tiene derecho a un juicio justo y a su presunción de inocencia, la respuesta de la jauría es tratarte como si estuvieras justificando los crímenes que se le imputan. La nobleza de la causa nunca justifica esta inquisición.

* Escritor

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