Tras una intensa mañana de animación a la lectura, llego al centro de adultos donde, concertado por el Ayuntamiento, me espera una convivencia con alumnas especiales que en riguroso protocolo me esperan. Nos cruzamos instantes de desconcierto. Ellas, expectantes, y yo confundida, por el número elevado de asistencia y, sobre todo, por el gesto de amable complicidad, patente en sus rostros. Su profesora hace una breve presentación, suficiente, para que caiga en la cuenta de que, a pesar de los años de aquellas personas, me encuentro ante un grupo privilegiado de alumnas. Privilegiado porque es fácil intuir tras cada una de sus vidas una larga historia de marginación, de trabajo... de olvido. Mujeres no fueron jamás niñas de escuela. Esas bonitas experiencias de coger una cartera, unos libros, de celebrar unas fiestas junto a compañeros y profesores, de jugar en el recreo, ellas jamás las vivieron. Para ellas no hay maestras que recordar, ni alegres aulas con las que soñar. Se perdieron, y eso es lo más lamentable, el enfoque vital que proporciona la cultura y, por supuesto, me atrevo a pensar, que vivieron inmersas, en mayor o menor grado, en la esclavitud que genera la incultura. Pero he aquí que, sin prejuicios, sin desánimos, se han lanzado a una segunda oportunidad de los años perdidos. Me maravilla su interés por todas y cada una de mis palabras que, poco a poco, van distendiendo la tensa situación del encuentro. Y el diálogo se hace tan fluido que sus problemas, a flor de piel, me conmueven: su escuela corre peligro de extinción: no hay presupuesto. Y se manifiestan en una justa reivindicación: ¿por qué para ellas que desean conocer, al menos, la magia de las palabras escritas no hay dinero? Desde aquí, quiero solidarizarme con vuestra causa, porque, para mí, vivir es progresar en esa dirección que conduce hacia uno mismo, hacia la realización de una vida más justa.

* Maestra y escritora