A cuento del Día Mundial de la Felicidad, acabé enfrascado en una absurda discusión con Rafa sobre si es mejor ser medianamente feliz a lo largo de toda la vida o ser feliz preferiblemente justo al final, durante los últimos años y los últimos instantes de tu vida. En mi opinión, es mejor sentirse feliz al final. La felicidad pasada ya no cuenta. Es posible que ni recordemos muchos momentos de felicidad en la infancia y la adolescencia. El pasado deja de existir y la memoria tiende a dorar los malos momentos vividos hace años. Yo prefiero ser feliz ahora.

Independientemente de esa estúpida disquisición sobre el tiempo de la felicidad, tengo dudas importantes sobre esta cuestión: qué significa ser feliz y cómo se alcanza la felicidad. Son preguntas difíciles de responder por la cantidad de variables que hay que tener en cuenta para resolverlas con propiedad. Y en realidad no hay respuestas claras a esas preguntas, sino muchas teorías y visiones diferentes.

La felicidad es un estado de bienestar y satisfacción personal. Uno dice de sí mismo que es feliz cuando siente subjetivamente que su bienestar físico, sus relaciones personales y el grado de logro de sus aspiraciones personales tienen un balance positivo. Se puede ser feliz alcanzando todo lo que uno persigue o no teniendo nada porque no se desea nada. Un cantante de éxito, rico y famoso puede ser infeliz por no llegar al número uno, mientras que un sencillo monje puede ser el hombre más feliz del mundo recluido en su celda. En el resultado, como se ve, es tan importante la existencia de deseos como la suma objetiva de todo lo bueno y lo malo o la impresión subjetiva que se tiene de esa suma.

Todos queremos ser felices. O quizás no sea exactamente así. Ya vemos que definir la felicidad no es tan sencillo. Sí es cierto que hay en la actualidad una corriente cultural que fomenta el hedonismo, la búsqueda del placer. Pero placer y felicidad no son sinónimos, como se puede deducir de la definición que he intentado dar hace un momento. El placer, esa sensación agradable que sobreviene tras conseguir algo, está perfectamente definido y se conocen con precisión los procesos fisiológicos que lo explican. Por su propia naturaleza, el placer es casi instantáneo, dura poco, y puede inducir a la obsesión, el vicio y la insatisfacción y la infelicidad a largo plazo. Puedo ser feliz sin placer ni sufrimiento. O incluso con sufrimiento solo, si a ese sufrimiento le otorgo un sentido. Es por ejemplo lo que hace un monje al dedicar su vida en soledad a su dios o lo que hace una madre con el sufrimiento que le genera la preocupación por los hijos. Un sufrimiento con sentido puede conducir a la felicidad. Vivir mecánicamente, sin sentido, una vida vacía, aunque atiborrada de objetos y placeres instantáneos, está en la raíz de esa plaga de infelicidad que nos azota.

El hedonismo está de moda porque encaja a la perfección en el esquema del crecimiento económico basado en el consumismo. Y vivimos al ritmo que imponen las fuerzas de la economía. Es más fácil tener sexo o comprar algo que te guste para obtener la felicidad a través del placer momentáneo. Y en el fondo parece nos conformemos con el placer, que hayamos aceptado la idea de que la felicidad es cosa de suerte, que es imposible lograrla, que solo está al alcance de unos pocos afortunados.

Es cierto que no todo el mundo puede ser igual de feliz. Ya de ante mano, depende de donde hayas tenido la fortuna de nacer. Hay un país helado, con un verano húmedo plagado de nubes de mosquitos, donde la comida es cara, escasa y de una calidad más que mejorable, donde la gente parece deprimida al acecho de un rayo de sol; un país que, sin embargo, cuenta con una educación y una sanidad muy buenas, donde los ciudadanos disfrutan de una seguridad y una democracia real y estable, pueden moverse libremente y disponen de recursos para hacerlo. Dicen que Finlandia es el país más feliz del mundo.

* Profesor de la Universidad de Córdoba