Siempre nos quedará París. La frase, repetida hasta la extenuación, pertenece a Casablanca, pero hace tiempo que voló por sí sola. El cínico de Rick le entrega a Ingrid Berman la más dulce resignación, pero también las coordenadas del eterno entrelazamiento del tiempo. Roma es la Ciudad Eterna, pero la antigua Lutetia guarda la quiromancia del pasado y del futuro. De hecho, en los confines parisinos se sitúa uno de los hipocentros del siglo anterior. En Compiègne, las fallas tectónicas se convirtieron en raíles. En un vagón varado en ese bosque, se firmó el armisticio de una guerra cruelmente absurda. Y desde esas duelas partió el desquite de la Alemania hitleriana, transportando hasta la Puerta de Brandeburgo el mismo vagón donde se exhibió la humillación francesa. Bien está decir que de todas las guerras coletean esos atributos, mas en la I Guerra Mundial es muy difícil repartir iniciales escatologías. Un siglo solo sirve para condenar a todos aquellos dirigentes que en su marasmo nacionalista y su decadencia ideológica, se llevaron por delante a millones de víctimas, ensartados en las trincheras o en el viento exterminador del gas mostaza.

París, Ciudad de la Luz; de los Hermanos Lumière, y de la portentosa imaginación de Julio Verne. Los jefes de Estado de las grandes potencias del mundo han conmemorado en los Campos Elíseos los cien años de soledad de la Gran Guerra. Buen momento para desintoxicarse de presentismo; de admitir que, dentro de otra centuria, esos jerarcas serán observados con la misma displicencia que aquellos mariscales acelerados por el cinematógrafo que jugaban con el honor propio y con la carnicería ajena. En esta instantánea, se han movido las fichas del cubilete. Francia, o Macron, ha querido recubrir su Grandeur con la pátina de los Derechos del Hombre, subrayando acertadamente que el patriotismo es antónimo del nacionalismo. No están los tiempos para que al país de los enciclopedistas le acompañe el otro eje geográfico de los principios fundamentales. Trump es el bufo reencuentro con la América endogámica, la que le hubiese negado el pan y la sal frente a la enésima contienda del Viejo Mundo. Rotan los bustos en el Despacho Oval; el de Martín Luther King ha sido postergado por una estatua ecuestre de Roosevelt; y no precisamente el que se dejó morir tras Yalta, una vez consolidada la hegemonía norteamericana, sino aquel que sacralizó Yellowstone y pasea su grupa y su monóculo en Una noche en el Museo. Trump es la visionaria tentación de Philip Roth, que amagó con la ficción de que Lindberg, héroe de la aviación pero también filofascista, le ganase las elecciones al presidente que perdió ante la polio, pero le ganó a Hitler.

Putin se marcó su propio baile. Los rusos también tuvieron su tren en la Gran Guerra, el que reculó hacia atrás frente a los estragos causados a las tropas del zar, las palabras de Lenin avanzando en el retroceso, la mies revolucionaria calada en la metralla. En esos cien años, Rusia tuvo tiempo de inmolar a sus hijos y volver a autoestimarse en un líder que ha fusionado el sarcasmo con el principio de autoridad.

Menté a Verne, el escritor que se atrevía a afrontar la lucidez del futuro. Es inquietante la pomposidad del presente, la que se cuece en populismos y otros demonios del pasado. Esta foto del Arco del Triunfo, con muchos de sus protagonistas ninguneando aquellas batallitas, parece encomendarse a una falaz egolatría. Después de todo, dentro de cien años, no viviremos para contarlo.

* Abogado