La celebración de todos los difuntos nació en Cluny (Francia) en el siglo X y se celebró siempre el día 2 de noviembre. Fue creada por San Odilo, abab del Monasterio de Cluny, para realizar oraciones, no solamente por los protectores laicos difuntos como se hacía hasta ese momento, sino «por todos los muertos». Roma adoptó esta celebración y la extendió a toda la Iglesia. La sociedad actual, hedonista, ha arrinconado, e incluso se ha olvidado de la muerte y del sufrimiento. La muerte es una amenaza para la vida del ser humano. Ya está presente en el momento de nacer como la tendencia final. Ella arrasa personas, pueblos, civilizaciones, proyectos... La muerte nos acerca a las personas a nuestro interior y nos despierta del sueño de lo inmediato y sensorial. Es el combate más pálido de la existencia humana pero que nos da la oportunidad de sumergirnos en el secreto de los muertos de ayer, testigos predilectos de la fugacidad de la vida y del tiempo. La Conmemoración de todos los difuntos nos invita a mirar a la muerte desde la perspectiva cristiana y no caer en la «desesperación más profunda». El Vaticano II, en Gaudium et Spes, lo expresa bellamente: El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. ...Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre (G.S. 18). La muerte es el palpitar silencioso que nos hace estallar en lo cotidiano y nos acerca sin notarse a la más clara memoria: ser hijos de la tierra y peregrinos hacia el cielo.