Quienes le trataron dicen que Chiquito de la Calzada era una buena persona, esa impresión daba por sus dichos y dichas, y quienes trabajaron con él cuentan que donde él estuviera siempre había cachondeo. Gregorio Esteban Fernández, ese era su nombre, tuvo la habilidad de poner de acuerdo a los españoles hablando chiquitistán. En sus primeros años de televisión aquello era una pandemia, fueras por donde fueses se oía el ¡piticlin!, ¡piticlin!, ¡cuidadín!», fistro pecador y otras expresiones onomatopéyicas del malagueño. Sus imitadores, sin gracia a veces, le hicieron aún más excepcional. Se buscó la vida por aquí y por allá, en la hostelería y haciendo flamenco por el mundo, como Juan Martínez bailó en Rusia en tiempos de la Revolución, así Chiquito cantó para los japoneses cuando aquí no le conocía ni el gran Antonio Pulpón, ministro plenipotenciario del flamenco y su tribu antes de convertirlo en Patrimonio de la Humanidad y darle estatuto de autonomía de manera institucional. Vestía Chiquito camisas estentóreas que le quedaban mejor que a Rafael Alberti; hizo hablar en román paladino al Rey Juan Carlos cuando dijo a los periodistas aquello del «¿te das cuen?, ¿te das cuen?» en el mismísimo Congreso de los Diputados, y hasta el cura en su funeral hizo uso de su jerga en su responso. Pongo el nombre de Chiquito en Google y aparecen casi medio millón de entradas, lo cita Juan en su Enciclopedia Eslava, el último entretenido ensayo del maestro Eslava Galán, y como el Cid Campeador, dice Antonio Burgos, el humorista malagueño gana batallas después de muerto; pero de ahí a que el ministro de Educación y Cultura, Méndez de Vigo, le proponga para la medalla de las Bellas Artes hay un trecho excesivo, y como todo lo exagerado acaba siendo irrelevante. De momento, del Consejo de Ministros del pasado viernes se ha salvado, pero no sabemos si el ministro de Cultura seguirá en su empeño de sacar las cosas de quicio obligando al Gobierno a entrar por el cordón de la medalla para Chiquito. Pues, con todos mis respetos y gratitud hacia un personaje que siempre que aparecía me hacía reír, creo que no ha lugar a tal distinción tanto si se mira por el lado del flamenco o por las bellas artes. Por otra parte, si con este gesto se quiere reconocer el ingenio del habla andaluza, bastaría con que el ministro le dijera a algunos miembros de su partido que dejaran la guasa con el habla andaluza, empezando por aquella ministra de sanidad que, para más inri, se llamaba Ana Mato. Como proclama Shakespeare en Noche de Reyes, «¡Oh razocinio! has ido a buscar asilo en los irracionales», pues el ministro de Cultura, como decía el genial Chano Lobato, tiene la cabeza en Pamplona.

* Periodista