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La retranca

Jesús Vigorra

Comer solo

Si vemos en la mesa de un restaurante cómo los miembros de un grupo de comensales están cada uno a lo suyo, pendientes de su móvil, hablando o consultado datos, totalmente ajenos al resto de quienes le acompañan, nos parecerá la imagen de lo más normal, es el signo de los tiempos dirán algunos, yo diría, también de la mala educación. En cambio, si en una mesa del comedor vemos a un hombre o una mujer comer solos nos llamarán la atención, les miraremos y tal vez indiquemos a nuestros acompañantes la penuria de ver a una persona a solas con su menú y sus pensamientos. No acierto a comprender por qué está tan mal visto comer solo cuando en nuestra sociedad tantas iniciativas indicen en que el individuo esté cada vez más solo, se quede en su casa, compre por internet, no vaya al cine ni al fútbol, busque pareja a través de las redes sociales y lea en la pantalla. Hace unos años, cuando empezó la guerra de las televisiones por las retransmisiones de fútbol, recuerdo una campaña de publicidad atroz que recomendaba no salir de casa ni siquiera los domingos al estadio del equipo favorito pues la televisión se lo instalaba en su salón. Y así poco a poco, entre la vida apantallada que llevamos y el miedo a relacionarse los unos con los otros, la soledad, la no buscada, la impuesta por el atrofiamiento del ser humano para dar los buenos días, se ha ido extendiendo tanto y tanto que, si manchase, hoy no habría detergente en el mundo capaz de limpiarla. Por eso no entiendo esa resistencia que tenemos a entrar en un restaurante solos, pedir la carta, contrastar nuestro parecer con el camarero, elegir y degustar los platos requeridos, prestar atención a la comida, al punto de cocción o salazón, pagar y marcharnos. Para mí esto es un lujo al alcance de muy pocos espíritus libres y personas inteligentes, pues hoy salir a comer con los amigos, familiares y compromisos se está convirtiendo en un acto cada vez más insustancial y, permítame, chabacano, y les diré por qué. Últimamente, ya sea por el low cost o la pérdida de modales, todos los comensales picotean de todos los platos. Basta sentarse a la mesa para que alguien lance la propuesta de un pica-pica que consiste en platos al centro que no siempre se pueden compartir. Puede compartirse una ración de jamón o de queso, croquetas o gambas, pero no un canelón, un salmorejo o un solomillo al punto de quien lo pide, y que será destrozado haciendo un reparto tan pormenorizado como ridículo para que todos cojan cacho. Así es que uno sale a cenar, no siempre con quien quiere, y llegado el momento de pedir, como todo ha de ser compartido, hay que pensar en lo que le gusta a todos o al más descarado que nos hará comer a todos la correspondiente racioncita de sus caprichos.

* Periodista

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