Síguenos en redes sociales:

A pie de tierra

Desiderio Vaquerizo

El testamento en Roma

Las bases de la costumbre relacionada con el tránsito final se remontan a la época romana

Para atender a todo lo relacionado con el tránsito final y sus repercusiones en el propio interesado, la familia, los amigos, la sociedad y esa entelequia que denominamos futuro, muchos suelen hacer uso de una costumbre que en sus bases formales y jurídicas remonta a época romana: redactar testamento. Además de a quién y conforme a qué premisas dejamos nuestros bienes, al igual que entonces en él podemos establecer cómo queremos ser amortajados o que se desarrolle nuestro sepelio, qué tratamiento final darle a nuestros despojos, cuántas misas u obras pías deben celebrarse en nuestra memoria y mayor gloria, en qué tipo de tumba y con qué iconografía funeraria habrán de reposar nuestros restos, qué identidad o identidades sociales elegimos para ser destacadas en nuestro epitafio (padre, esposo, hijo, hermano...), o quién ha de encargarse del cuidado y conservación del sepulcro, por los siglos de los siglos. Entre los trabajos dedicados al testamento romano sobresalen aún hoy los de Amelotti y De Visscher. En cuanto a la estructuración y contenidos del mismo, la casuística es enorme, pudiendo encontrar en ellos todo tipo de disposiciones. Destaca entre los conservados el Testamento del Lingón (CIL XIII, 5708), de época trajanea, que nos ha llegado a través de una copia de otra copia de archivo realizada en el siglo X, lo que parece sugerir una larguísima perduración del mismo y de sus estipulaciones. Este galorromano estableció con minuciosidad absoluta tanto la morfología de su monumento funerario --un edificio en forma de exedra que había mandado iniciar en vida, presidido por una estatua suya--, como la decoración y los materiales, especialmente los tipos de mármol, que se debían utilizar en la tumba y estancias auxiliares, así como en otras anejas, huertos y jardines; aparte del ajuar que debía ser quemado en la pira, y los paños y elementos de adorno destinados a adornar muebles y asientos en las fechas fijadas para que su sepulcro fuera abierto al público. A ello añadía instrucciones estrictas en relación con el nombramiento de herederos, albaceas --viri buoni, curatores memoriae y curatores monumenti-- y personas encargadas de cumplir sus voluntades; la celebración de los ritos conmemorativos y las cantidades destinadas a sufragar tales gastos, reservadas en la herencia o por aportación periódica de sus herederos; los días concretos en los que habría de ser recordado, y, muy en particular, la conservación del conjunto mediante una fundación in perpetuum dicitur, con multas de hasta cien mil sestercios a beneficio de la ciudad de los lingones para aquéllos que incumpliesen sus normas testamentarias.

Ejemplo paradigmático, aunque literario, es también el de Trimalción, el orondo, vanidoso y un tanto histriónico liberto protagonista del famoso Satyricon de Petronio (71, 6 ss.), quien, conforme al tono de farsa de toda la obra, a su carácter irreverente y provocador, da instrucciones a su liberto de confianza durante una cena sobre cómo quiere que sea su tumba. Trimalción se ríe públicamente de la muerte, entonando un canto a la vida en tanto nos esté permitido disfrutarla que enraíza con un carpe diem de hondas raíces mediterráneas, pero al tiempo, mientras juega morbosamente con un esqueleto articulado de plata, pone buen cuidado en no dejarse atrás detalle alguno en lo que se refiere al aspecto, monumentalidad e infraestructuras del sepulcro, la representación funeraria de sí mismo, de su esposa y de sus respectivas perritas, los legados testamentarios destinados a garantizar para «siempre» el mantenimiento del complejo, la celebración de las pertinentes y periódicas ceremonias conmemorativas, y la utilización de los mejores y más duraderos materiales y de la epigrafía para poner en evidencia su prestigio, su alto poder adquisitivo y su perennitas: «en el centro habrá un reloj para que todo aquel que mire la hora se vea obligado, quiera o no quiera, a leer mi nombre». No faltaron, finalmente, ciudadanos hispanos que utilizaron su testamento para dejar instrucciones precisas sobre donaciones, banquetes u obras públicas en beneficio de la comunidad, estableciendo como contrapartida que se les erigiera una estatua, ejemplo máximo de prestigio y proyección pública, y garantía probada de memoria; una práctica bien probada en la Bética, donde hubo también homenajeados que, habiendo sido honrados por la comunidad con el espacio para la sepultura y los gastos del funeral, pero no con estatua, la recibieron por cuenta de su propia familia. Vanidad de vanidades, a las que antes o después el tiempo ajusta las cuentas, aplastando inmisericorde nuestras ansias de eternidad bajo el peso de la tierra y de los siglos.

* Catedrático de Arqueología de la UCO

Pulsa para ver más contenido para ti