Lo que han venido a decir las respuestas de Carles Puigdemont --la del lunes pasado y la de este jueves- a los requerimientos del Gobierno, para que aclarase si había proclamado, o no, la independencia en Cataluña, fueron que el motor de esa independencia está encendido, que él tiene el pie puesto en el acelerador y que, de momento, tiene el freno de mano echado. Y lo que se desprende de sus cartas, más o menos, a pesar de esas referencias a diálogos sin concretar, es que ese motor no se va a apagar, que no va a quitar la llave de contacto y que, cuando lo crea conveniente y oportuno, quitará el freno de mano. O sea, que hará una proclamación oficial de independencia cuando lo dé la gana, porque la oficiosa ya está.

Ante esto, como es lógico, el Gobierno presidido por Rajoy, y que está dando muestras incontestables de mesura y de prudencia --por mucho que algunos lo tachen de inacción-- no tiene otro remedio que poner en práctica el famoso artículo 155 de la Constitución, para restaurar la legalidad en Cataluña. Así que mañana, el Consejo de Ministros, en reunión extraordinaria, aprobará las propuestas de actuación que la semana próxima se presentarán en el Senado. Ahí, además del respaldo que le da al PP su mayoría absoluta, contará con el apoyo del PSOE y Ciudadanos.

Después de este trámite obligado, en el que se podría tardar alrededor de una semana, hay que pasar del dicho al hecho. Y lo que hay que hacer no va a ser fácil, porque, aunque no se opte por una línea dura, no cabe duda de que esa restitución de la legalidad se va a encontrar con una oposición feroz del independentismo. Las consecuencias no son fáciles de calcular, pero haberlas, las habrá. Y lo que preocupa al Gobierno, y de ahí que se haya ido hasta ahora con pies de plomo, es lo que puede producirse en un escenario en el que la acción es pensada y previsible, e incluso perfectamente calculada, pero la reacción es una incógnita.

Esta incertidumbre es explicable cuando los principales impulsores de la secesión no parecen atender a parámetros razonables de los peligros a los que se enfrentan. Por ejemplo, la clarísima situación de soledad internacional que recibe su proyecto, o la fuga de cientos de empresas que se ha producido en los últimos quince días, o la salida a la calle de un millón de catalanes, contrarios al independentismo y que, hasta ese momento, habían guardado silencio.

Por todo esto, por los riesgos que se esconden detrás de unas cortinas que hasta ahora no se han descorrido, es por lo que la actuación del Gobierno no podía ser otra que la que está siendo aunque, a partir de ahora, una vez iniciado el proceso del 155, el campo de juego es muy distinto. La prudencia y la proporcionalidad siguen siendo necesarias, más que nunca, pero también se impone la firmeza.

Una firmeza en la actuación, respaldada por todos los grupos parlamentarios del arco constitucionalista, que ha de demostrar que el cumplimiento de la ley y el respeto a la Constitución, es obligación de todos los españoles, incluidos los dirigentes de la Generalitat, y especialmente ellos, que son lo que son, y están donde están, gracias a las leyes y a la Constitución españolas.

Pero esta firmeza, proporcionada e inteligente, que el Gobierno está obligado a ejercer, no es lo que piden a voces algunos exaltados que, dentro o fuera del ámbito catalán, sobre todo fuera, sin un conocimiento verdadero del profundo problema de convivencia que se está creando, apuestan por la necesidad de acciones, según ellos, contundentes. Por ejemplo, ese «que se vayan si quieren, pero que no vuelvan» o el otro de «lo que hace falta son los tanques y la legión», son muestras de esa crispación que, no solo está rompiendo la convivencia normal en Cataluña, dificultando incluso las relaciones de amistad o familiares, sino que también se extiende por muchos sitios de España, intentando convertir en enemigos a catalanes y españoles.

Pero son muchos, mayoría, los catalanes angustiados por lo que está ocurriendo en su entorno más próximo. Y los que no vivimos sobre el terreno esta amarga experiencia, aunque también suframos a media distancia sus consecuencias, tenemos la obligación, incluso por propia conveniencia, de no permitir que se rompa la solidaridad moral, que nos ha unido y nos tiene que seguir uniendo. No podemos ser cómplices de boicots físicos, económicos o mentales. No debemos caer en la trampa de un rechazo generalizado que abonaría esa ruptura definitiva que quieren los independentistas.

Lo que se vaya a hacer, no lo veamos como una venganza o una represalia, sino como una necesidad democrática para devolver la legalidad, la confianza y el respeto a la democracia en una comunidad en la que, la obsesión irresponsable de sus dirigentes ha colocado en el disparadero a unos cuantos millones de catalanes que han visto destrozada su normalidad. Por tanto, aparte de apoyar lo que hagan quienes tienen que tomar decisiones comprometidas pero necesarias, todos los demás, pensemos en el reencuentro imprescindible. No es una cuestión de vísceras, es una cuestión de corazón.

* Director del Colegio de España en París